jueves, 28 de octubre de 2010

MIEDO

- Creía que había salido del cascarón, pero no.
- ¿No?
- No. Estoy dentro aún. No salgo y esto no puede ser.
- Pues sal.
- Ya.
- Vida no hay más que una.
- Ya.
- ¿Y te compensa estar ahí escondido?, ¿qué temes?
- No. No sé.
- ¿Que sea mejor fuera que dentro?
- Qué va. No sé.
- ¿Que te guste?, ¿Que sea un puro exceso de gozo?
- Ay, déjame.
- El gozo no es para ti, ¿no?
- No, supongo.
- No parece…

viernes, 22 de octubre de 2010

A CADA CERDO...

A la niña la despierta su madre todos los días para ir al colegio. Esa mañana no. Son unos gritos terribles de animal los que le hacen abrir los ojos. Quieta, abre los ojos pero no respira. Qué miedo.

Su prima, que ha dormido con ella, la remueve de un codazo.

- Levántate rápido, que ya están matando.

Han dormido en una vieja cama de pueblo, hundidas en el colchón de lana, pegadas la una a la otra y aplastadas bajo una montaña de cobertores, mantas y colchas centenarias que huelen a humo y a naftalina.

Qué frío hace en esa casa, a mediados de Noviembre, todos los años. La muchachita no se atreve a levantarse sólo de pensar en el frío que hace fuera de esa cama manchega. Abre la boca y se distrae exhalando vaho despacito, con la nariz congelada y las manos metidas en las mangas del pijama. Pero la prima no espera, ya está vestida y en el cuarto de baño. Y la niña no quiere bajar sola. Le da vergüenza, todas esas mujeres, a las que casi no conoce, besuqueándola, mirándola lo grande que está este año, con esas manos bastas y con ese luto vivo de las mujeres de pueblo. Uf, no le gusta, no. Así que pega un brinco y sale de la cama.

Bajan las dos niñas a la cocina de la lumbre y se encuentran la mesa larga llena de primos, unos empezando a desayunar, otros terminando, la tía Encarna poniendo y quitando platos, dando besos, llenando tazones de leche de la de verdad. Cómo huele la cocina.

Aunque la tía Encarna son seis de familia, y los dos novios de las muchachas, ocho, la casa es muy grande, está llena de camas y de sillas, y las ollas y las sartenes son gigantes. Esa casa está siempre llena de gente, y todos los años, para San Martín, es una fiesta. La tía Encarna mata cuatro o cinco guarros y el pueblo entero se mete en su casa a trabajar y a comer. Este año falta la Sagrario, que murió hace unos meses. Esa mujer era el alma del embutido en todas las matanzas del pueblo. Medía las especias a puñados. La tía Encarna ha dicho en el desayuno que veremos a ver este año con los chorizos sin la Sagrario. La niña se acuerda perfectamente de ella, arremangada hasta los codos, de rodillas en el suelo, mezclando las especias en la carne de la artesa con sus propias manos. El Emilio, el pobre viudo, no levanta cabeza. No tenían hijos y se ha quedado más solo que la una. Por allí andaba con los hombres, serio, apartado, mal vestido y sin afeitar.

Los muchachos de la casa y del pueblo, y los primos que han venido de fuera desayunan corriendo y se dispersan por la casa y por las calles. Los más mayorcitos se esconden a fumar. Los pequeños se bajan a la cerca a ver a los animales, a buscar huevos, se acercan con cuidado a las enormes y peligrosísimas calderas humeantes donde se cuece la cebolla para las morcillas. Las niñas ayudan a las mujeres a recoger y a preparar para el embutido. La niña de la ciudad es torpe con esas cosas y las primas del pueblo que son un poco brujas se ríen siempre de ella, así que se escabulle y se acerca sigilosa a la casa del abuelo, al otro lado de la calle, donde los hombres están matando al tercer marrano. Se cuela por el corral y se asoma a un cuarto grande de aperos, donde se mata. El guarro es descomunal. Lo sujetan entre cinco, acostado de lado en una mesa de madera, el animal se retuerce y chilla de un modo tan horrendo que a la niña se le eriza la piel. Los hombres no parecen inmutarse por eso y uno de ellos, el matarife, le clava un cuchillo espantoso en el cuello y empieza a brotar sangre oscura y caliente de la cabeza del animal que se recoge en un cubo de aluminio que hay en el suelo.

La niña ve que su padre está entre los hombres. Pero él no es como ellos. No está tan gordo, ni es tan bruto, ni fuma, ni lleva un jersey viejo. Lo mira escondida desde detrás del quicio de la puerta. El padre la ve y le sonríe. Qué guapo es su padre, piensa ella. Él no está sujetando al guarro, está en la escena, pero apartado, mirando, como ella.

De pronto, la niña oye …chsss, chsss… desde el corral y se da la vuelta. Es el Emilio, que está detrás de una tinaja. ….Niña, ven, ven aquí… ven mira, mira qué pajarito tengo…La niña se acerca despacio, con un poco de miedo. Y allí está el Emilio, con los pantalones abiertos y esa cosa oscura en las manos sucias. De pronto, aparece el padre de la muchachita, coge una pala que hay apoyada en la pared y con una la fuerza que procede del instinto, de lo más atávico, del big bang, loco, el padre golpea al Emilio en la cabeza, que cae al suelo sin sentido.

sábado, 16 de octubre de 2010

UNA CASTAÑA

- Hola. ¿Cómo estás?. Qué ganas tenía de volver a verte..Se me ha hecho muy largo todo este tiempo.

El joven bajó la mirada y se metió las manos en los bolsillos. Sacó una castaña.

- Mira, qué gracia. ¿Sabes cuánto tiempo lleva esto aquí?. Un año, un año exactamente. Desde la última vez que nos vimos. Compré un cucurucho a una castañera en Lavapiés ¿te acuerdas que te lo conté?. No quise volver a ponerme esta chaqueta desde entonces. Y mira, volver a ti, a ese día gris del otoño de Madrid. Se cierra el círculo.

Estoy muy solo. Te echo mucho de menos. Ya lo hemos hablado otras veces pero yo no puedo cambiar las cosas. Estaré loco como me dicen muchos. Sí, puede que lo esté. Pero mi realidad eres tú y eso no puedo negarlo, ni obviarlo siquiera. ¿Es que puedo vivir sin ti?. ¡No!. Cada día, cada minuto de cada día, cada segundo estás en mi cabeza. Te necesito para levantarme, para trabajar, para relacionarme con los demás. Sin ti no soy nada. Eres mi novia. Mi futuro. Sólo te tengo a ti. Sin mi novia no soy nadie. Todos están deseando conocerte, y yo les pido paciencia, una y otra vez, pero no podemos esperar más.

El muchacho bajó la voz. Se dio cuenta de que lo miraban. Guardó silencio un momento y prosiguió.

-A veces pienso que no me quieres, pero no. Eso no puede ser. Nos conocemos desde hace mucho tiempo y ha habido muchas ocasiones en las que habrías podido abrirme los ojos respecto a tus verdaderos sentimientos hacia mí, si es que fueran esos. Y no lo has hecho. No, no, no. Si no me quisieras yo ya lo sabría. Claro que me quieres.

Dios mío, qué guapa estás con ese vestido. Te reirás de mí, pero sabía que hoy te pondrías ese vestido. Sí, ríete, ríete. Lo sabía. ¡Y el abanico!, sobre el abanico tenía dudas, pero ahí está. Qué belleza Dios mío, qué guapa estás.

El joven suspiró, el suspiro más hondo que jamás se haya escuchado. Después, miró fíjamente a los ojos de la muchacha.

- Ven, dame la mano.

Y le tendió la mano con determinación.

- Dame la mano por favor, sin juegos. Dame la mano….Soy un hombre. No juegues más conmigo….¡Dame la mano te digo!

Varias personas habían estado presenciando la escena, y poco a poco se fue acercando más gente. El muchacho se giró hacia ellos y gritó,

- ¿Qué hacen ustedes ahí?, ¡déjennos en paz, esto no es asunto suyo!

Y se volvió de nuevo a la muchacha.

- ¡¡Dame la mano ya, o te mato!!, ¡estoy dispuesto a matarte si no me hablas hoy!. ¿No?, ¿No?.

Sacó una navaja automática del bolsillo y la abrió en un clic. Una mujer uniformada se acercó corriendo

-¿Qué hace?, ¡atrás!, ¡atrás!, ¡eso es una obra de arte!, ¡está loco, está loco, ayuda!

Pero no llegó a tiempo.

lunes, 11 de octubre de 2010

OVULANDO

Ayer pasé muy mala tarde. Me dolía el vientre. Estaba ovulando. Me da no sé qué ovular a mi edad. En realidad, lo que me altera es que los demás sean conscientes de que yo, con los años que tengo, ovulo y menstrúo regularmente. Me siento como si todos me miraran de reojo y pensaran …anda que ésta, con esas arrugas y empeñada en seguir siendo joven…Se de sobra que eso son cosas mías, que PROBABLEMENTE nadie me mira de reojo ni nada de nada. Pero me da un pudor y una vergüenza que para qué contar. Y la culpa no es mía del todo, ojo. No hay más que ver los anuncios de salvaslips, esas púberes…. No hay más que entrar a un baño público de señoras y ¡ahí lo tienes! El recipiente para depositar los apósitos higiénicos, identificado con una etiqueta en la que se ve la silueta de una jovencita minifaldera de melena vaporosa (que yo no soy desde hace muchos años…si es que alguna vez lo fui). La pegatina como queriendo decir “¡eh, chicas, los tampones usados aquíii, graciaaas!”, y al mismo tiempo…”y tú qué miras, fósil, tu compresa para las pérdidas de orina te la guardas en el bolso y la tiras en tu casa, vieja”. Es una putada, pero esta fertilidad residual en señoras de mi edad es algo a disimular. Digan lo que digan.

Yo no hago mención de estas cosas ni en casa. Mis hijas se quejan abiertamente de sus dismenorreas y sus ovulaciones dolorosas.. “Oh, Dioooossss, joder mamá, qué dolor de barriga, vaya mieeeeerda de regla, ne-ce-si-to un espidifén ya, por favooor!”. Ese escándalo de dolor que las chicas temen, celebran y fulminan con antiinflamatorios. Qué alegría, cuánta vida. Qué óvulos tan rechonchos y relucientes jugándosela cada mes en sus úteros esponjosos. Con qué ligereza viven mis hijas sus reglas. Se quedan sin compresas cada dos por tres, manchan las braguitas y las sábanas porque no se acuerdan de cambiarse. No saben cuándo les toca…

En cambio yo, no digo nada. Nunca. Como mucho,…”estoy un poco molesta, me voy a echar un rato….”.Mi marido no se entera, ni de las ovulaciones ni de las reglas (ehh!, no quiero risas), ya me encargo yo. Procuro aguantar el dolor a pelo porque los antiinflamatorios me destrozan el estómago y el paracetamol no me hace nada. NUNCA me faltan los repuestos higiénicos, porque repongo a gogo, de forma totalmente programada, en la compra general de cada mes. Ese día procuro que me acompañen mis hijas. Me da cosa ser yo la que deposite los paquetes de compresas en la cinta de la cajera, ya digo. Los miran, me miran, en fin…ya lo he explicado.

Sólo hablo de esto con mis amigas. De vez en cuando, en el café, hacemos una ronda de comentarios sobre cómo va cada una. Monitorizamos, podríamos decir, el advenimiento de la menopausia a nuestra pandilla de cincuentonas. “Yo como un reloj”…”a mí ya se me va adelantando”…”yo este mes ni papa”…en fin. Yo sufro en estos cafés. Ellas se mondan, pero yo sufro. Le llaman tardes de porno, porque hablamos de las dos equis, XX, de botox y de tampax. Personalmente, la verdad, lo encuentro un binomio horrible. Así que ni con ellas me gusta hablar de esto.

Ayer lo pasé mal, porque me dolía mucho, más todo lo anterior. Por fortuna, Vicente y las chicas se fueron al cine y me quedé sola…”no, yo me quedo ordenando los armarios…”. Me tumbé en el sofá con un té calentito y “Ana Karenina”. Y cerré los ojos. Me pareció por un momento que ese dolor de la ovulación tenía algo de humano y me estaba queriendo decir algo, así que escuché a mi vientre. A mi edad no duele la barriga, duele el vientre. Las que hemos sido madres y nos hemos abandonado alguna vez al gobierno de nuestros órganos reproductores, crecidos, maduros, esplendorosos, exultantes de hormonas. Las que hemos vivido eso, les profesamos un afecto especial. Imposible que mis hijas sientan sus ovarios abrirse ni su útero descamar. A ellas les duele “que te cagas”, y ya está. Por eso yo no uso el genérico barriga, donde caben tripas, bilis, heces. Yo digo vientre, más femenino, más germinal. Mis amigas y mis hijas se descojonan de mí por ello “anda mamá, con el rollito del dios te salve …de su vientre Jesús, juas, juas”. Me da igual.

Pues sí, me recosté, cerré los ojos y me puse las manos en el vientre, eran grietas de dolor que se abrían desde detrás del pubis hacia mis manos. Ese dolor me estaba diciendo, “otra vez, algo bueno puede nacer si tú quieres, puedes hacer que algo nazca. Tienes tiempo. No demasiado, pero aún tienes algo de tiempo. Te lo digo hoy y aún te lo diré unas cuantas veces más. Pero escucha, puedes hacer que algo bueno nazca. Está en tus manos. Piénsalo”.

martes, 5 de octubre de 2010

TRES CAPAS. KEEP PLAYING. BURIED

Volviendo a la experiencia de la belleza. La belleza de la obra de un autor en este caso.

Punto nº 2: se trata de una experiencia en capas.

De entrada gozamos en una primera capa en la que uno contacta con la obra, o la obra contacta con uno. Manda mucho la obra aquí. Es un momento binario: si-no, de retina, de oído, de respuestas primitivas.

A continuación, un paso hacia afuera, otra capa y empieza el baile de los símbolos, de las evocaciones. Esta segunda es multidimensional y aquí toma el mando la mirada del observador. Desde ahí uno ve lo que quiere y lo que puede, y ya no responden tanto las vísceras como las propias estructuras de emociones y valores. En esta capa el disfrute es más sofisticado, más perdurable, y aquí la experiencia de la belleza se integra en uno y se enreda en los hilos intrincados del placer.

Y existe una tercera capa en la contemplación de una obra. Es un nivel al que muchos renuncian. Yo no. En él, uno viene a contactar con la experiencia de gozo del creador. Entender los motivos, los puntos de partida, las dudas del autor. Tratar de entender qué busca, que quiere y cómo lo hace. No me interesa nada conectar con el perverso ni con el envidioso. Me muero, en cambio, por que me salpique el pincel de un artista que está lleno de ganas y de proyecto. El disfrute que contagia, la pasión por la vida y desde qué perspectiva. Eso que está detrás de la obra también lo quiero. Esa otra capa. El autor vive en mi época o no, pero quiero saber qué le gusta, por qué ha hecho eso así. Quiero saber todo eso, y si no puedo me lo invento. No renuncio a disfrutar de ese fenómeno que es el deseo y el placer del creador.

Todo esto es teoría y a lo mejor no me explico bien. Existe una fotografía que siento que ilustra esta experiencia en tres capas desde el momento en que la vi, hace ya tiempo. La autora es una fotógrafa amiga, Pepa González. Esta es la foto. Se titula Keep playing.


¿Qué ves tú?

En mi primer contacto yo siento que me interno en una nebulosa de armonía plástica. Un arco iris de grises cede el protagonismo a una escena delicada y silenciosa. Es una caricia con una pluma. En seguida salto de capa y siento que empiezan a abrirse capullos, uno tras otro. Blop, blop, blop. La autora ha recreado una hermosa imagen de vida, y para ello ha empleado elementos antitéticos: el viejo, los grises, la quietud. Dónde está la vida, pues. La vida está en las ganas del viejo, que se ha despojado de todo lo accesorio y se ha quedado con el deseo de disfrutar, con sus ganas de pintar aves. Así lo ha hecho Pepa, ¿no es eso ser un artista?, ¿eso qué es?. La autora ha visto la vida en el viejo y sabe que la vida se abre camino sola; por eso le quita el color a la foto y acomoda al viejo en un lado de la escena. ¿Era eso?. Ella hace su ofrenda, que sea la mirada del observador la que vea, si quiere, si puede. ¿Qué habéis visto vosotros?. Tocada, estoy profundamente tocada. Y salto hacia fuera. En la tercera capa, añadiendo un plus de placer, la fotógrafa. Yo no la vi, pero puedo imaginarme a Pepa escondida detrás de unos arbustos, primero decidiendo detrás de qué arbustos, decidiendo sobre la luz, sobre el color. Me puedo imaginar la intensidad de ese momento suyo y yo quiero esa intensidad de su momento adherida a mi contemplación de la foto. Si alguien no la quiere no es asunto mío. No sé si me explico…

Buried. Un contratista americano en el Irak de la posguerra se despierta maniatado y amordazado en el interior de un ataúd. Enterrado. Otra experiencia, en capas. Esta vez es una película. En lo más profundo, la angustia. Un retrato exhaustivo de la experiencia vital más aterradora. La negación. La lucha. La desesperación. El horror. La potencia de este impacto es irresistible. Imposible.

Hay más. Una capa más afuera. El director no emplea más medios que un único actor encerrado en un cajón de madera con un teléfono móvil y un Zippo durante todo el metraje. Pero otra vez menos vuelve a ser más. A través del desgraciado contratista y en esta escena única el director nos planta en la cara el sufrimiento de los que soportan la contienda: el pueblo iraquí y los ingenuos buscadores de oro americanos del siglo XXI. Nos enfrenta a la mezquindad de los gobiernos y a la bajeza moral del ser humano, que es capaz de permanecer insensible al dolor de sus hermanos. Magistralmente, con un actor encerrado en un tosco ataúd, el director nos pasea por un escaparate del horror que los hombres somos capaces de provocar, y tolerar.

Por supuesto que me quedo impactada después de la película. Aún estoy helada. Pero necesito más. No he terminado. Quiero una capa más. ¿Quién es ese director?, ¿Por qué ha hecho eso?, ¿Qué quiere?. Rodrigo Cortés es un joven director salmantino y Buried es su segundo largometraje. Y él mismo se explica: “No se me ocurren mejores razones para querer hacer algo que el hecho de que sea imposible, insensato y poco recomendable. La posibilidad de pisar donde no se ha pisado antes genera vértigo, pero basta con no mirar hacia abajo..Para mí la obsesión principal es la libertad creativa, poder trabajar con absoluta autonomía creativa y saber que las decisiones que consideras las mejores no tienen que ser ni consensuadas ni debatidas ni votadas", ¿Pero no estaba usted asustado de que toda la película transcurriera en una caja? ¿No pensó en hacer pequeñas trampas como incluir flash-backs?
“Nunca, porque hubiera estropeado el reto. El experimento saldría bien o mal, pero no íbamos a salir de la caja. En cualquier caso, viendo las películas de Alfed Hitchcock había aprendido que no importa ni el tiempo real, ni el espacio real, sino que lo verdaderamente importante es el tiempo y el espacio fílmico. Aunque yo fuera a hacer la locura de rodar una película entera en una caja, eso no estaba reñido con la idea de que la película tuviera una intensidad enorme, y fuera toda una experiencia llena de tensión. Un buen director lo conseguiría”.

Su pasión, sus ganas, su locura. Miradle los ojos, las manos. La tercera capa.

viernes, 1 de octubre de 2010

CONDENADA

Es de noche y hace frío. Se oye un golpe contra las puertas abatibles del pasillo. Me asomo y veo aparecer al celador con la cama. Espero. En la cama viene una vieja, muy vieja. Ciega. Le falta una pierna y tenemos que amputarle la otra por gangrena. La cama pasa delante de mí hacia el puesto de antequirófano y yo miro a la vieja en su trayecto. Parece un muñeco de cera, arropada con descuido con las mantas y sábanas raídas de un hospital en decadencia. En realidad, desde el golpe de la cama contra las puertas hasta el final de esta historia todo es decadencia. Así debería llamarse esta historia. Decadencia moral.

La vieja lleva puesto un gorro de quirófano del que salen mechones de pelo blanco tiesos, sucios, desordenados. Lleva la boca abierta y le faltan dientes. Tiene los labios resecos y la mirada fija, inerte. Unos ojos azules, mates, con legañas, que estuvieron vivos un día y debieron ser maravillosos, pero hoy son ojos muertos. Lleva las manos un algo levantadas por encima del embozo desarreglado, un poco abiertas, como en garra, como buscando un asidero. Se me va un poco la cabeza y pienso con amargura que nadie, ni sus hijas, ni las enfermeras que la atienden, nadie le ha arreglado las sábanas, ni le ha humedecido los labios, ni le ha limpiado las legañas. Nadie le ha proporcionado a esa pobre vieja el sosiego que un ser humano necesita para dejar reposar las manos en la cama. Yo la veo pasar y tampoco lo hago. Si eso no es decadencia…

Vuelvo a dirigir mi atención a lo importante. Hay que amputar. Me lo ha dicho el cirujano. Hay que amputar. Y me acerco a la vieja. Puede que esté loca, o ausente. Yo no lo sé porque parece la caricatura de cera de un ser humano. Lo sabré cuando hable con ella. La saludo y le pregunto si sabe dónde está y a qué ha venido.

- Me quieren cortar la otra pierna. Pero yo no quiero. No me haga usted nada. Déjeme que me muera ya.

Lo que yo le contesté no lo escribo. Por absurdo. El caso es que me sacudió fuerte la historia de esta vieja, más fuerte que otras veces y tomé una decisión sin pensarlo mucho.

La pasamos al quirófano y ella no protestó. Las enfermeras revoloteaban saltarinas a su alrededor colocándole cables de monitorización, y sueros, prodigándose en ridículas expresiones de cariño. La vieja mantenía los brazos encogidos y las manos queriendo asir algo. Las enfermeras trataron de colocárselas extendidas en los reposabrazos de la mesa del quirófano pero ella se resistía con un vigor inusitado. No había ofrecido resistencia a ninguno de nuestros manejos, pero a eso sí se opuso. No consintió. En lo único en lo que pudo hacernos frente, lo hizo. En donde no tenía nada que hacer no se tomó la molestia. Ella mantuvo los brazos flexionados con una fuerza extraordinaria y yo di orden de que la dejaran así.

Mientras las enfermeras acomodaban a la vieja en la mesa y ordenaban todo el instrumental quirúrgico yo había cargado las jeringas con la medicación previa a la anestesia. Entre el batiburrillo de medicamentos incluí uno que no era tal, y se lo inyecté a la vieja con la misma naturalidad con que le inyectaba los demás. No tuve dudas. Ninguna. Y nadie advirtió nada.

A partir de ese momento tenían que ocurrir cosas. Entonces sí noté que mis músculos se tensaban. Lo primero fue que se alteró el trazado electrocardiográfico del monitor de constantes. El complejo rítmico y monótono que generaba el bip-bip de fondo fue sustituido por una línea caótica de ondas irregulares. Yo fui testigo de ese momento. Nadie más. Nadie observaba el monitor en esos momentos de preparativos excepto yo, y la alarma acústica tardó un segundo en activarse. La pobre vieja y yo estábamos en ello. Nadie más.

Y empezó el lío. Alguien me dijo “¿está fibrilando? “ y yo me hice el sorprendido. Me entretuve en revisar los cables, los terminales adheridos a la piel de la vieja, en verificar si ella estaba consciente…Unos segundos más antes de fingir que decidía sobre las maniobras de reanimación. Todos empezaron a correr, a traer cosas, me miraron esperando instrucciones. Era el momento de actuar. Me tocaba a mí.

- Dejadla. No hagáis nada.

El cirujano protestó, -Pero hombre, ¿cómo que nada?

- Dejadla en paz. Ha tenido un infarto. Dejadla que se muera. Ella quería morirse. ¿No la habéis oído?.

Nadie más dijo nada. Y la dejamos morir. Nos quedamos quietos. Nada de golpe en el pecho, ni masaje, ni chispazo. Nada. Esperar. La línea loca del electrocardiograma se fue agotando poco a poco hasta convertirse en un trazado plano. Eso es morirse. Fueron pocos minutos en que todos estuvimos viendo a la vieja en su muerte. No la acompañábamos. La mirábamos en esos escasos minutos del tránsito en que la sangre deja de fluir, los procesos celulares dejan de funcionar y no sabemos exactamente qué pasa con la conciencia: ¿sueño dulce?, ¿túnel?, ¿la luz al fondo?. La vieja no se había movido en todo este transcurso, pero cuando el trazado del monitor se hizo plano los brazos fueron abandonando suavemente la enérgica demanda de clemencia que escenificaban, para quedar con las manos posadas sobre el vientre. Así ocurrió.

No.

Es mentira.

No la maté.

La anestesié perfectamente. Fue perfectamente amputada y así nos la fuimos quitando de en medio, sucesivamente unos tras otros, con toda la asepsia que nos correspondía, para olvidarnos inmediatamente de ella. La pobre anciana que abjuraba de su condición de ser vivo ante todo el que la quisiera escuchar. Y nosotros ni caso, a lo nuestro. A salvarle la vida, que para eso nos hemos formado. Para salvar vidas.

La vieja salió por el pasillo igual que había entrado. Con su gorro, sus legañas, sus manos crispadas y en silencio. Con la mirada perdida, y un poco más mutilada. Condenada a vivir.

Yo no la maté, contribuí heroicamente a salvarle la vida. Y aún vive, he preguntado por ella, pero yo estoy un poco más muerto desde ese día.