lunes, 23 de mayo de 2011

SUSPENDIDA

Suspendida. Mis pies no tocan el fondo ni mi espalda roza la superficie. Todavía. En medio.

Yo saqué a mi propio hijo de debajo de la rueda del camión y lo arrastré hasta un lugar seguro. No se oía nada. Como ahora. El me miraba inmóvil con sus ojos cristalinos y yo lo acunaba, lacio, duérmete niño. Le acaricié la cara y los labios entreabiertos con un dedo. Me di cuenta de que no había hecho eso desde que era un bebé. Y ahora, otra vez ese terciopelo, de mi niño atropellado. Mi niño.

Cuando me lo arrebataron de los brazos y se lo llevaron en la ambulancia se desplomó sobre mí todo el sonido del universo concentrado en un segundo. La cola de Moby Dick emergió por sorpresa y partió en dos el Pequod. Alguien me ofreció un vaso de agua, pero en realidad era una esponja empapada en vinagre.

Ayer por la tarde subí al desván y abrí una puerta. Quería abrir la ventanita que da al naranjo para aspirar el aroma del azahar. Pero abrí la puerta de un armario destartalado lleno de ropa vieja. Abrí el armario en lugar de la ventana porque no veo. Porque no sé ya.

No ha muerto nadie. Mi niño suave y pequeño juega con su pelota y tú lo cuidas. Cuídalo bien. Yo no sé cuidar.

Imagino que escucho el aire entrar y salir rítmicamente de mis pulmones, pero eso ya no puede ser. Estoy sumergida y suspendida. Nadie me va a sacar de aquí porque nadie sabe que estoy aquí, y queda muy poco tiempo.