sábado, 1 de septiembre de 2012

Ítaca es Penélope


Tumbado en el suelo, Ulises acariciaba con el dedo el dorso del pie de su amada y recorría delicadamente las tiras de su sandalia. A su lado, sentada en un klismo, Penélope amamantaba al pequeño Telémaco en una tarde plácida de sol y brisa. Ulises ya había oído el rumor que circulaba por las tabernas y las plazas de Ítaca: la bella Helena, esposa del rey Menelao había sido raptada por Paris, hijo de Príamo, Rey de Troya, y no pasarían muchos días antes de que los príncipes de la Hélade fueran llamados a acudir en ayuda del rey agraviado y asediar la inexpugnable ciudad de Troya, para devolver a Helena al lado de su esposo. La guerra se aventuraba sangrienta y Ulises destilaba tristeza. Esa tarde lloraba en su corazón ante la proximidad del día en que no pudiera acariciar la hermosa cabellera de Penélope, y añoraba ya las largas noches de amor en el tálamo de olivo que hizo para ella y el olor a leche de su querido hijo Telémaco removiéndose en sus brazos. Ulises no había dicho nada a Penélope pero ella conocía la noticia y lo miraba desde arriba suplicándole en silencio, -no te vayas, amor mío. No te vayas nunca-.

Hay un hombre sentado a la orilla del mar en la isla de Ogigia con los ojos cerrados. Por su rostro surcado de arrugas ruedan gruesas lágrimas recordando aquella tarde. Ya hace siete años que los aedos cantan sus hazañas en la guerra de Troya, y diez más que se despidió de Penélope y Telémaco y subió a su nave sin mirar atrás con la firme determinación de regresar a su tierra cuando todo hubiera terminado. Ocurrió desdichadamente que los dioses del Olimpo le tenían reservada toda suerte de avatares antes de volver a su hogar y, desde que partiera de Troya, el viaje de Ulises había sido una deriva sin rumbo en que las adversidades y el deleite habían ido sumando tiempo a su ausencia en el trono y al lado de su amada. Ahora, a salvo en la isla de Ogigia, tras varios años en los brazos de la ninfa Calipso, que ora son brazos, ora cadenas, tras largos años oculto a las miradas del mundo, Ulises siente renovado el deseo de regresar a Ítaca.  
 
Se oye a lo lejos la voz de Calipso que lo espera en el palacio y Ulises abandona estos pensamientos y vuelve con ella. La ninfa enamorada lo recibe con risas y perfumes pero descubre el deseo de partir en las lágrimas de su amante. Entonces le ofrece una copa de vino dulce y denso y lo lleva a su aposento. Ella lo abraza, lo besa y lo colma de caricias, mas en el placentero sopor del vino y el amor Ulises no ve los ojos ardientes de Calipso que le hablan -¡tú no te vas, tú ya no te vas!-; lo que ve son los ojos oscuros de Penélope a su lado en la almohada, y su hermoso pelo negro que ahora está salpicado de canas, y escucha su voz que ya no tiene la alegre dulzura de la juventud pero que lo envuelve en delicados susurros -bienvenido, mi amor, te quiero, siempre-.