Tumbado en el suelo, Ulises acariciaba con el dedo el dorso
del pie de su amada y recorría delicadamente las tiras de su sandalia. A su lado,
sentada en un klismo, Penélope amamantaba al pequeño Telémaco en una tarde plácida de sol y brisa. Ulises ya
había oído el rumor que circulaba por
las tabernas y las plazas de Ítaca: la bella Helena, esposa del rey Menelao había sido raptada por Paris, hijo
de Príamo,
Rey de Troya, y no pasarían muchos días antes de que los príncipes de la Hélade fueran llamados a acudir en ayuda del rey agraviado y
asediar la inexpugnable ciudad de Troya, para devolver a Helena al lado de su
esposo. La guerra se aventuraba sangrienta y Ulises destilaba tristeza. Esa
tarde lloraba en su corazón ante la proximidad del día en que no pudiera acariciar
la hermosa cabellera de Penélope, y añoraba ya las largas noches de amor en el tálamo de olivo que hizo para
ella y el olor a leche de su querido hijo Telémaco removiéndose en sus brazos. Ulises no
había
dicho nada a Penélope
pero ella conocía la
noticia y lo miraba desde arriba suplicándole en silencio, -no te vayas, amor mío. No te vayas nunca-.
Hay un hombre sentado a la orilla del mar en la isla de
Ogigia con los ojos cerrados. Por su rostro surcado de arrugas ruedan gruesas lágrimas recordando aquella
tarde. Ya hace siete años que los aedos cantan sus hazañas en la guerra de Troya, y
diez más que
se despidió de
Penélope
y Telémaco
y subió a su
nave sin mirar atrás con la firme determinación de regresar a su tierra cuando
todo hubiera terminado. Ocurrió desdichadamente que los dioses del Olimpo le tenían reservada toda suerte de
avatares antes de volver a su hogar y, desde que partiera de Troya, el viaje de
Ulises había
sido una deriva sin rumbo en que las adversidades y el deleite habían ido sumando tiempo a su
ausencia en el trono y al lado de su amada. Ahora, a salvo en la isla de
Ogigia, tras varios años en los brazos de la ninfa Calipso, que ora son brazos,
ora cadenas, tras largos años oculto a las miradas del mundo, Ulises siente renovado
el deseo de regresar a Ítaca.
Se oye a lo lejos la voz de Calipso
que lo espera en el palacio y Ulises abandona estos pensamientos y vuelve con
ella. La ninfa enamorada lo recibe con risas y perfumes pero descubre el deseo
de partir en las lágrimas de su amante. Entonces le ofrece una copa de vino
dulce y denso y lo lleva a su aposento. Ella lo abraza, lo besa y lo colma de
caricias, mas en el placentero sopor del vino y el amor Ulises no ve los ojos
ardientes de Calipso que le hablan -¡tú no te vas, tú ya no te vas!-; lo que ve
son los ojos oscuros de Penélope a su lado en la almohada, y su hermoso pelo
negro que ahora está salpicado de canas, y escucha su voz que ya no tiene la
alegre dulzura de la juventud pero que lo envuelve en delicados susurros
-bienvenido, mi amor, te quiero, siempre-.