miércoles, 10 de octubre de 2012

LAS CAUSAS

Me he sentado en el sofá a leer un poema que siempre me ha cautivado, pero no podía. De modo que me he quitado la cinta que me sujetaba el pelo y he derribado la mesa con un puntapié . En un rugido desbocado he arrojado al suelo todos los libros de la biblioteca, y los discos. Han volado contra la pared las fotografías que estaban encima del aparador, de mis hijos, de mi familia, de mí misma. He hecho añicos las tulipas de las lámparas con el mando a distancia y he arrancado las cortinas con mis propias manos. He acuchillado el sofá y he golpeado las paredes con las patas de una silla.

Ya no jadeo. Sudo un poco, pero entra aire por el agujero de la ventana y es agradable.

Ahora, sí.




Los ponientes y las generaciones. 
Los días y ninguno fue el primero. 
La frescura del agua en la garganta 
de Adán. El ordenado Paraíso. 
El ojo descifrando la tiniebla. 
El amor de los lobos en el alba. 
La palabra. El hexámetro. El espejo. 
La Torre de Babel y la soberbia. 
La luna que miraban los caldeos. 
Las arenas innúmeras del Ganges. 
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña. 
Las manzanas de oro de las islas. 
Los pasos del errante laberinto. 
El infinito lienzo de Penélope. 
El tiempo circular de los estoicos. 
La moneda en la boca del que ha muerto. 
El peso de la espada en la balanza. 
Cada gota de agua en la clepsidra. 
Las águilas, los fastos, las legiones. 
César en la mañana de Farsalia. 
La sombra de las cruces en la tierra. 
El ajedrez y el álgebra del persa. 
Los rastros de las largas migraciones. 
La conquista de reinos por la espada. 
La brújula incesante. El mar abierto. 
El eco del reloj en la memoria. 
El rey ajusticiado por el hacha. 
El polvo incalculable que fue ejércitos. 
La voz del ruiseñor en Dinamarca. 
La escrupulosa línea del calígrafo. 
El rostro del suicida en el espejo. 
El naipe del tahúr. El oro ávido. 
Las formas de la nube en el desierto. 
Cada arabesco del calidoscopio. 
Cada remordimiento y cada lágrima. 
Se precisaron todas esas cosas 
para que nuestras manos se encontraran


JL Borges