jueves, 15 de diciembre de 2011

DE BUCLES ENVENENADOS

He vuelto a leer Rayuela, esta vez con los ojos cerrados. La Maga estaba acariciando un gato cuando he oído tu llave en la cerradura y me he sobresaltado tanto que el pobre animal ha salido corriendo.

Has vuelto de nuevo. Te esperaba.

Nunca volví a leer con los ojos abiertos después de que te fueras la última vez porque pasar las páginas era como acariciar tu cara y me moría. Cierro los ojos para relatarme la secuencia saltarina de capítulos en la que te traigo, te dejo marchar, te vuelvo a encontrar, te quedas un rato, te vas para siempre, vuelves.

No sé si has vuelto. No me atrevo a llamarte por si no me contestas.

La primera vez que te fuiste no había otro horizonte en mi camino que tu paradero. De aquellas noches en duermevela recuerdo retazos de sueños en los que buscaba angustiado unas llaves, un lápiz, mis gafas…Una mañana volviste llorando y te arrojaste a mis brazos. Entonces comenzaron a llegar bandadas de pajaritos a beber de la fuente y la luz del sol se coló por todas las rendijas. Esa plenitud centrípeta abrió las ventanas y ventiló nuestras vidas. Pero una madrugada sonó el teléfono y dos días después ya no estabas.

No sé a ciencia cierta si estás muerta, así que no lo estás. Ven.

Caí enfermo. No veía, no oía nada. A veces no respiraba. Sólo salía de la casa para abrir la verja al jardinero cada dos días. El camino de los cipreses no era un camino sino un túnel con bóveda de roca y yo me arañaba la cabeza y las manos con las aristas de la concavidad hostil de la muerte. Una vez caí de bruces y me quedé inmóvil en el suelo. El jardinero me vió y saltó la verja para socorrerme, pero al acercarse se asustó de mi aspecto y huyó. El cuchillo no era para él, sino para amedrentar a las fieras que me atacaban pero él no volvió. Volviste tú con un médico y me llevasteis al sanatorio. Eso fue lo que pasó. Ahora lo sabes.

Te amaba. Y te amo. Mi corazón es una máquina reseca pero te quiero, porque te quise. Entra. ¿A qué vienes?, me tiembla el pulso.

Esta vez viniste para quedarte y lo supe cuando vi chisporrotear de capullos los rosales. El vuelo de tus faldas de flores era una sonata de campanillas, y eso son margaritas, aromas, abalorios y son los enanitos de Blancanieves. Entonces sentí que era el momento de limpiar los pinceles y volví a mis lienzos. Pero un día la camioneta del cartero paró delante de la verja y dos días después ya no estabas.

No habrás traído a tu madre. Saca a tu madre de aquí. O son fantasmas. ¿Has venido con fantasmas?

Para entonces ya había aprendido que volverías para siempre, y que te marcharías para siempre una y otra vez. Así que mientras todavía olía a ti en la casa decidí esperarte pintando. Cada mañana me instalaba en el taller para preservar, en un ejercido agotador, un mínimo contexto que sustentara mi vida hasta que volvieras tú, mi aliento, mi latido, mi alma. Pero no, se me secaron los pinceles en la mano porque la luz era mate y dejé de querer atrapar la luz, o la ausencia de luz, o nada. Y no volvías. En lugar de ti, lo que se acercaba era un rumor sordo de tambores y un frente de nubes negras, ominosos y terribles. Lo vi. Era el triunfo de la muerte. Lo vi venir y fui envenenando uno a uno a los gatitos que acudían al platillo de leche. Pobres. Íbamos a morir todos en una espantosa inanición, secos, inmóviles y con los ojos abiertos. No. Así, no.

No te odio. No temas. No fuiste tú. He sido yo. Debí alimentar al arco iris de mi paleta pero alimenté a la niebla del pantano, y ahora me hundo en un desierto de arenas movedizas. Ahora casi sólo respiro y te espero hasta que mi cuerpo desaparezca sin dejar rastro. No puedo hacer más.

¡Ah!, ¿ya te vas?

domingo, 19 de junio de 2011

RETRATO

Esta noche después de la cena no tenía sueño y he preferido acompañar a Leopold en la biblioteca. El se ha acomodado en su butaca y yo me he instalado en la mesita junto a la ventana con la intención de escribir a la pobre tía Elizabeth de Oxford. He pedido una copa de coñac para mi marido y una taza de leche caliente para mí y he despedido al criado hasta mañana.


Leopold y yo no hemos tenido hijos. En los primeros años de nuestro matrimonio ésta fue una circunstancia que turbó mi ánimo sobremanera, pero no queda más remedio que aceptar lo que la vida otorga al destino de cada cual, y ése iba a ser el nuestro, no tendríamos hijos. Leopold es un hombre de carácter reservado y pocas palabras, y yo temía mucho cuál fuera su actitud ante este hecho. Pero los meses pasaban sin sobresaltos y Leopold nunca hizo mención o manifestó disgusto. Yo habría querido hablar de ello, cosa que nunca ocurrió. Así, nuestra vida transcurría, Leopold ocupado en sus pacientes y sus veladas en el club, y yo atendiendo las muchas tareas de la casa y los vaivenes de los criados. Leopold en sus cosas y yo en las mías. Esta es mi vida ahora. No es la vida de mi hermana Mary Ann casada con el embajador en Madrid, con sus fiestas y viajes y recepciones. No es la vida bohemia de Susan Brigham atribulada, enamorada y feliz en París entre artistas borrachos y geniales. Yo atiendo mi jardín y espero ansiosa el espectáculo de la primavera en los macizos de petunias. Pero aquí el cielo es gris y nadie viene nunca. Aún así, no hay tarde en que no me siente a mirar el camino desde la ventana esperando que llegue alguien. Que pase algo.


Leopold cree que no me estoy dando cuenta; finge leer su libro, pero en realidad me parece que está haciéndome un retrato. Levanta la mirada hacia mí de vez en cuando y mueve su mano casi imperceptiblemente sobre las páginas de su novela. Yo sigo con la carta de la tía Elizabeth pero temo no poder contener la risa, ¡ay!.


Hace unos años quise irme. Morir aquí y nacer en otra vida. Quise embarcar a América con otra identidad. Olvidaría a Leopold y los malditos rosales y conocería a otro hombre, apuesto y cariñoso que me llevaría de paseo por el infinito. Pero me faltó valor, o quizá amo demasiado a este hombre lento y silencioso. Ahora es tarde y ya no es mi deseo marcharme. A veces en el coche, camino de la ciudad Leopold me toma la mano y me la aprieta mientras yo le cuento mis cosas. Mira por la ventanilla y me aprieta la mano. A mí me basta. A veces necesito un abrazo pero él no sabe abrazar de otra manera y a mí me basta así.


Han pasado los años y aunque él no sabe de mis lloros ni yo de sus cuitas, Leopold y yo nos nos amamos. Yo amo a Leopold, y lo sé porque me gusta arreglarle el sombrero cada mañana cuando se marcha. Y sé que Leopold me ama a mí, porque a pesar de que no me he desvestido después de la cena, ha venido a enseñarme el retrato con una sonrisa traviesa y me ha dibujado en camisón con un hombro al descubierto y con un ramillete de flores silvestres en la mano desnuda.

lunes, 23 de mayo de 2011

SUSPENDIDA

Suspendida. Mis pies no tocan el fondo ni mi espalda roza la superficie. Todavía. En medio.

Yo saqué a mi propio hijo de debajo de la rueda del camión y lo arrastré hasta un lugar seguro. No se oía nada. Como ahora. El me miraba inmóvil con sus ojos cristalinos y yo lo acunaba, lacio, duérmete niño. Le acaricié la cara y los labios entreabiertos con un dedo. Me di cuenta de que no había hecho eso desde que era un bebé. Y ahora, otra vez ese terciopelo, de mi niño atropellado. Mi niño.

Cuando me lo arrebataron de los brazos y se lo llevaron en la ambulancia se desplomó sobre mí todo el sonido del universo concentrado en un segundo. La cola de Moby Dick emergió por sorpresa y partió en dos el Pequod. Alguien me ofreció un vaso de agua, pero en realidad era una esponja empapada en vinagre.

Ayer por la tarde subí al desván y abrí una puerta. Quería abrir la ventanita que da al naranjo para aspirar el aroma del azahar. Pero abrí la puerta de un armario destartalado lleno de ropa vieja. Abrí el armario en lugar de la ventana porque no veo. Porque no sé ya.

No ha muerto nadie. Mi niño suave y pequeño juega con su pelota y tú lo cuidas. Cuídalo bien. Yo no sé cuidar.

Imagino que escucho el aire entrar y salir rítmicamente de mis pulmones, pero eso ya no puede ser. Estoy sumergida y suspendida. Nadie me va a sacar de aquí porque nadie sabe que estoy aquí, y queda muy poco tiempo.

martes, 22 de marzo de 2011

PERO YA

Un recuerdo desenterrado inesperadamente de una tumba helada. Una escena a sus catorce años en la que ella lloraba desconsolada, de dolor, de rabia, de adolescencia pura y su madre no sabía qué hacer con eso. ¿Cómo es posible que una madre no sepa qué hacer con un hijo que llora?. Luego llegaba el padre, que sí sabía. La obligaba a callarse, "pero ya". Con la sorpresa desagradable de ese recuerdo entró con Mario en el despacho de él a las cuatro de la madrugada.


- Mario, si no fuera por la Nespresso, tu despacho sería el templo de las formas puras. Todas las líneas son paralelas, o perpendiculares, o circunferencias perfectas.

- Vamos a centrarnos, Chena, que son las cuatro.

- Jo-der.

- Perdona, perdóname.

- Nada, nada, vamos a centrarnos.


Y vuelta de la escena de la madre incapaz a la cabeza de Azucena. Ahora lo entendía un poco mejor. Se había acordado de eso porque un rato antes, tras la visión del tercer cadáver, ella misma había tenido la sensación de no saber qué hacer. Pero Mario centraba el juego. Cómo se repiten los patrones, pensaba ella. Cómo nos buscamos para reencontrarnos y perpetuar roles y dinámicas.


Mario rodeó la mesa en mangas de camisa y se sentó erguido, con ese gesto tan suyo de sujetarse la corbata con la mano sobre el abdomen. Tomó un folio en blanco y con su bolígrafo Montblanc comenzó a esquematizar su mapa mental.


- Mira Chena.


Ella estaba sentada al otro lado de la mesa, en el borde de la silla, con el cuerpo inclinado hacia delante y absorta en la contemplación de la escritura de Mario. Toda energía, toda atención. Jugueteaba pellizcándose los labios con la mano derecha. Pero, presa de esa excitación en que se sumía trabajando con Mario, era consciente a la vez de que necesitaba vaselina y de cómo Mario estaba articulando datos, fechas y lugares con una perspicacia sobrenatural.


Los trazos de Mario sobre el folio aserraban la madrugada. Seguros, acotados. Su voz era la de Dios dictando a Moisés.


- Mario, eres la hostia.

- Los vamos a coger, Chena. Sé firme con tus hombres porque los vamos a coger.

- Vete a tomar por culo. Pero ya.




Se levantó, cogió el bolso y su cazadora y abrió la puerta del despacho. Al salir le sacó la lengua a Mario y le hizo una pedorreta. El se quedó de pie, pensativo, y se acordó de su hija Amalia, tan lejos y desde hacía tanto tiempo.

miércoles, 16 de febrero de 2011

PLÉYADES

Una rubia increíble con los codos apoyados en la barra mira las botellas que están ordenadas por licores en la leja de cristal y acaricia distraída el borde de la copa que tiene delante. Desde el fondo del local un muchacho de menos de veinte años no le quita ojo.

En un momento dado, el sonido instantáneo de un golpe seco perfora el rumor de fondo. La rubia cierra los ojos y se yergue inspirando profundamente. Se gira sobre el taburete y contempla con la copa en la mano. Johnny va a ganar la partida, eso es lo único cierto. Todo el universo dentro de los ojos maduros de Johnny, pero ahora, después del Big Bang, los astros se ordenan sobre el paño verde.

Se suceden los golpes y la danza de los contrincantes alrededor de la mesa. Pero Johnny no tiene una buena noche. En cambio, el taco del adversario parece que fuera el lápiz que trazó la espiral sobre la que reposan las Pléyades, y ahora, las conduce de nuevo al cosmos a través de las troneras. Clac, clac, clac. Una tras otra. La muchacha de belleza sobrenatural mira inquisitiva al adversario, pero el joven de menos de veinte años está fuera del haz de luz de la lámpara y apenas se le ve la cara. Golpea y se retira. Otro golpe y paso atrás. Y baja los ojos cuando la chica lo mira de frente.

A la muchacha le viene a la cabeza el tiesto con una flor de pascua que lleva viendo tirado al lado de la casa abandonada desde pasadas las fiestas de Navidad. Todas las tardes pasa por esa esquina en su camino al bar y todas las tardes lo ve. Desde hace días está volcado. El viento habrá sido. Ella supone que lo mearán los perros, que lo patearán los niños camino del colegio. Pero el tallo reseco no deja de echar hojas, pequeñas hojitas arrugadas que van creciendo poco a poco. Ahora en marzo los días son más largos y las hojas ya no salen rojas, salen verdes. Pero siguen saliendo, y la muchacha lleva ya un tiempo que cuando sale de casa se pregunta cómo andará la miserable flor de pascua. Ayer mismo puso el tiesto en pie al pasar, y hoy le ha vaciado las últimas gotas de su botellita de Evian.

Negra en el agujero. Johnny no ha ganado la partida y cabizbajo guarda el taco. La chica se le acerca por detrás y trata de abrazarlo por la cintura, pero él la aparta delicadamente con la mano, sin mirarla, y se marcha, se desvanece una vez que sale del haz de la lámpara. Y ella se queda y lo ve salir.

El joven ganador la está mirando, ahora desde muy cerca. Se decide a invitarla. ¿Quieres….te apetece una copa..?. Ella lo mira con sorpresa y se dirige a la salida sin contestarle. A su paso por la esquina de la casa abandonada, ya de noche, agarra el tiesto de la flor de pascua y se lo lleva a casa.

jueves, 3 de febrero de 2011

SILENCIO

Estoy afásica sí, cualquiera no en nuestro caso.

Pero a veces miro en google analytics y ¡¡seguís entrando a ver!!, muchos...


Gracias.


Esto son dos o tres años más de vida.

domingo, 9 de enero de 2011

EL LAVAPLATOS

Llevaba un tiempo pensado que se acercaba el momento de tomar una decisión. Lo de tomar una decisión tiene su momento. Es un error tanto la precipitación como la dilación. En el primer caso porque después te arrepientes, del cuándo, de los modos, de la decisión en sí. En el segundo caso porque los motivos acaban ajados, enrarecidos, como pasados de fecha y uno decide cansado, por aburrimiento, y esa no será nunca la decisión que aporte frescura y renovación a la propia vida. Hay que decidir cuando hay que decidir. Ni antes, ni después.

Desde siempre. Desde siempre, cada vez que me aproximo al lavaplatos y agarro la pestaña de la puerta para abrirlo me invade un discreto desasosiego que, si bien es autolimitado y no me ha dejado estigmas a lo largo del tiempo, no me resulta agradable en modo alguno. Pero si abro la puerta y lo que encuentro es esa enorme boca abierta llena de dientes limpios de cuando sale uno del dentista, lo que me sobreviene entonces es otra cosa, es algo sobrecogedor y mortificante que me ahoga y me hace perder la razón. Uno nunca sabe, pero yo podría jurar que este transtorno reiterado, esta gota incesante ha debido ir minando mis defensas psicológicas año tras año hasta dejarme en este dramático estado en el que me encuentro, en el que me encontraba, mejor dicho. Y quién se atreve a decirme que no.

Vaciar el lavaplatos. Lo odio. Me mata. Dice mi amiga A que no hay que exagerar, que son cinco minutos y que el beneficio de después (poder llenarlo de platos sucios y así ahorrarte una fregaza a mano) recompensa muy mucho lo eventualmente tedioso de la tarea. Y entonces me acuerdo de mi otra amiga, B, que propugna la continua aceptación generosa de los requerimientos sexuales de la propia pareja aún a pesar de que una no tenga ganas (lo más habitual), porque total, al final te alegras.

Son perspectivas, no hay que desdeñar las perspectivas de otros, sobre todo si son amigos. Y desde luego yo no las desdeño. Y debo decir que yo lo entiendo todo. Lo respeto todo. Menos la pedofilia y la afición al balompié todo me parece bien, pero no sería honesta conmigo misma si asumiera para mí las actitudes vitales de mis queridas A y B, que son la misma, en definitiva. Mi naturaleza no es esa. La profunda aversión que me produce un lavaplatos lleno de platos limpios, el odio, los deseos de romper, de matar, no tienen compensación alguna después. No creo que sea bueno enmascarar esa pulsión de muerte, de hecho dice mi terapeuta que el primer paso es aceptar este odio. Luego ya veremos qué hacemos con él. Y yo estoy de acuerdo con él en este punto. Qué leches.

Y hoy ha sido el día. Después de una estupenda cena en casa, despedidos los amigos he pensado que con la alegre embriaguez del vino, el gin&tonic y la amistad en estado puro podía enfrentarme sin miedo a cualquiera que fuera el contenido del lavaplatos. Pero no ha sido así, al abrir la puerta y encontrarlo repleto de utensilios limpios he sentido un click en mi interior, he caído súbitamente en el vacío y he atravesado las puertas del averno. Sin contemplaciones he tomado el cuchillo jamonero, todavía caliente, y en un par de lances de esgrima he abierto zas, zas, las dos yugulares del cuello de mi novio. Pero con una asombrosa frialdad, oye. Asombrosa. Tanto, que esa ha sido la pista de que había llegado el momento de tomar una decisión, el hielo en mi cabeza y en mis manos me han dado el empujón definitivo.

Ahhhh, y he decidido, sí. ¡Y estoy muy contenta!. Sé que me enfrento a una nueva etapa, que me adentro en un territorio desconocido donde todo es incertidumbre, pero me siento con fuerzas, con ganas. Es mi momento y me invade una determinación tan expansiva y tan incontenible como la primavera. ¡Sí, adelante!.

De modo que ni corta, ni perezosa he quitado la puerta del lavaplatos y lo he desenchufado. En la bandeja superior he colocado las obras completas de Vargas Llosa y en la de abajo las filmografías de Almodóvar y de Santiago Segura, más unas flores, unas fotos, en fin, algunos detalles personales. Ahora tendré que fregar a mano, pero nunca más vaciar el lavaplatos. Y mañana hablare con mi jefe para explicarle que no-voy-a-volver-a-escribir-sucesos-falsos-para-rellenar-huecos-en-el-periódico. Que-escribiré-relatos-eróticos. Y después hablaré con mi madre y le diré que nunca me han gustado sus lentejas, que la quiero, pero que o paella los domingos o nada. Es que es maravilloso, no es el lavaplatos sólo, es todo, ¡todo!.

¡Y me siento otra mujer, sí!. Siento que he asumido el control de mi propia vida, siendo fiel a mi deseo, reencontrándome con mi propio yo, rompiendo absurdos círculos viciosos y rutinas castradoras.

¡Vida, gozo, alegría!