Llevaba un tiempo pensado que se acercaba el momento de tomar una decisión. Lo de tomar una decisión tiene su momento. Es un error tanto la precipitación como la dilación. En el primer caso porque después te arrepientes, del cuándo, de los modos, de la decisión en sí. En el segundo caso porque los motivos acaban ajados, enrarecidos, como pasados de fecha y uno decide cansado, por aburrimiento, y esa no será nunca la decisión que aporte frescura y renovación a la propia vida. Hay que decidir cuando hay que decidir. Ni antes, ni después.
Desde siempre. Desde siempre, cada vez que me aproximo al lavaplatos y agarro la pestaña de la puerta para abrirlo me invade un discreto desasosiego que, si bien es autolimitado y no me ha dejado estigmas a lo largo del tiempo, no me resulta agradable en modo alguno. Pero si abro la puerta y lo que encuentro es esa enorme boca abierta llena de dientes limpios de cuando sale uno del dentista, lo que me sobreviene entonces es otra cosa, es algo sobrecogedor y mortificante que me ahoga y me hace perder la razón. Uno nunca sabe, pero yo podría jurar que este transtorno reiterado, esta gota incesante ha debido ir minando mis defensas psicológicas año tras año hasta dejarme en este dramático estado en el que me encuentro, en el que me encontraba, mejor dicho. Y quién se atreve a decirme que no.
Vaciar el lavaplatos. Lo odio. Me mata. Dice mi amiga A que no hay que exagerar, que son cinco minutos y que el beneficio de después (poder llenarlo de platos sucios y así ahorrarte una fregaza a mano) recompensa muy mucho lo eventualmente tedioso de la tarea. Y entonces me acuerdo de mi otra amiga, B, que propugna la continua aceptación generosa de los requerimientos sexuales de la propia pareja aún a pesar de que una no tenga ganas (lo más habitual), porque total, al final te alegras.
Son perspectivas, no hay que desdeñar las perspectivas de otros, sobre todo si son amigos. Y desde luego yo no las desdeño. Y debo decir que yo lo entiendo todo. Lo respeto todo. Menos la pedofilia y la afición al balompié todo me parece bien, pero no sería honesta conmigo misma si asumiera para mí las actitudes vitales de mis queridas A y B, que son la misma, en definitiva. Mi naturaleza no es esa. La profunda aversión que me produce un lavaplatos lleno de platos limpios, el odio, los deseos de romper, de matar, no tienen compensación alguna después. No creo que sea bueno enmascarar esa pulsión de muerte, de hecho dice mi terapeuta que el primer paso es aceptar este odio. Luego ya veremos qué hacemos con él. Y yo estoy de acuerdo con él en este punto. Qué leches.
Y hoy ha sido el día. Después de una estupenda cena en casa, despedidos los amigos he pensado que con la alegre embriaguez del vino, el gin&tonic y la amistad en estado puro podía enfrentarme sin miedo a cualquiera que fuera el contenido del lavaplatos. Pero no ha sido así, al abrir la puerta y encontrarlo repleto de utensilios limpios he sentido un click en mi interior, he caído súbitamente en el vacío y he atravesado las puertas del averno. Sin contemplaciones he tomado el cuchillo jamonero, todavía caliente, y en un par de lances de esgrima he abierto zas, zas, las dos yugulares del cuello de mi novio. Pero con una asombrosa frialdad, oye. Asombrosa. Tanto, que esa ha sido la pista de que había llegado el momento de tomar una decisión, el hielo en mi cabeza y en mis manos me han dado el empujón definitivo.
Ahhhh, y he decidido, sí. ¡Y estoy muy contenta!. Sé que me enfrento a una nueva etapa, que me adentro en un territorio desconocido donde todo es incertidumbre, pero me siento con fuerzas, con ganas. Es mi momento y me invade una determinación tan expansiva y tan incontenible como la primavera. ¡Sí, adelante!.
De modo que ni corta, ni perezosa he quitado la puerta del lavaplatos y lo he desenchufado. En la bandeja superior he colocado las obras completas de Vargas Llosa y en la de abajo las filmografías de Almodóvar y de Santiago Segura, más unas flores, unas fotos, en fin, algunos detalles personales. Ahora tendré que fregar a mano, pero nunca más vaciar el lavaplatos. Y mañana hablare con mi jefe para explicarle que no-voy-a-volver-a-escribir-sucesos-falsos-para-rellenar-huecos-en-el-periódico. Que-escribiré-relatos-eróticos. Y después hablaré con mi madre y le diré que nunca me han gustado sus lentejas, que la quiero, pero que o paella los domingos o nada. Es que es maravilloso, no es el lavaplatos sólo, es todo, ¡todo!.
¡Y me siento otra mujer, sí!. Siento que he asumido el control de mi propia vida, siendo fiel a mi deseo, reencontrándome con mi propio yo, rompiendo absurdos círculos viciosos y rutinas castradoras.
¡Vida, gozo, alegría!
Desde siempre. Desde siempre, cada vez que me aproximo al lavaplatos y agarro la pestaña de la puerta para abrirlo me invade un discreto desasosiego que, si bien es autolimitado y no me ha dejado estigmas a lo largo del tiempo, no me resulta agradable en modo alguno. Pero si abro la puerta y lo que encuentro es esa enorme boca abierta llena de dientes limpios de cuando sale uno del dentista, lo que me sobreviene entonces es otra cosa, es algo sobrecogedor y mortificante que me ahoga y me hace perder la razón. Uno nunca sabe, pero yo podría jurar que este transtorno reiterado, esta gota incesante ha debido ir minando mis defensas psicológicas año tras año hasta dejarme en este dramático estado en el que me encuentro, en el que me encontraba, mejor dicho. Y quién se atreve a decirme que no.
Vaciar el lavaplatos. Lo odio. Me mata. Dice mi amiga A que no hay que exagerar, que son cinco minutos y que el beneficio de después (poder llenarlo de platos sucios y así ahorrarte una fregaza a mano) recompensa muy mucho lo eventualmente tedioso de la tarea. Y entonces me acuerdo de mi otra amiga, B, que propugna la continua aceptación generosa de los requerimientos sexuales de la propia pareja aún a pesar de que una no tenga ganas (lo más habitual), porque total, al final te alegras.
Son perspectivas, no hay que desdeñar las perspectivas de otros, sobre todo si son amigos. Y desde luego yo no las desdeño. Y debo decir que yo lo entiendo todo. Lo respeto todo. Menos la pedofilia y la afición al balompié todo me parece bien, pero no sería honesta conmigo misma si asumiera para mí las actitudes vitales de mis queridas A y B, que son la misma, en definitiva. Mi naturaleza no es esa. La profunda aversión que me produce un lavaplatos lleno de platos limpios, el odio, los deseos de romper, de matar, no tienen compensación alguna después. No creo que sea bueno enmascarar esa pulsión de muerte, de hecho dice mi terapeuta que el primer paso es aceptar este odio. Luego ya veremos qué hacemos con él. Y yo estoy de acuerdo con él en este punto. Qué leches.
Y hoy ha sido el día. Después de una estupenda cena en casa, despedidos los amigos he pensado que con la alegre embriaguez del vino, el gin&tonic y la amistad en estado puro podía enfrentarme sin miedo a cualquiera que fuera el contenido del lavaplatos. Pero no ha sido así, al abrir la puerta y encontrarlo repleto de utensilios limpios he sentido un click en mi interior, he caído súbitamente en el vacío y he atravesado las puertas del averno. Sin contemplaciones he tomado el cuchillo jamonero, todavía caliente, y en un par de lances de esgrima he abierto zas, zas, las dos yugulares del cuello de mi novio. Pero con una asombrosa frialdad, oye. Asombrosa. Tanto, que esa ha sido la pista de que había llegado el momento de tomar una decisión, el hielo en mi cabeza y en mis manos me han dado el empujón definitivo.
Ahhhh, y he decidido, sí. ¡Y estoy muy contenta!. Sé que me enfrento a una nueva etapa, que me adentro en un territorio desconocido donde todo es incertidumbre, pero me siento con fuerzas, con ganas. Es mi momento y me invade una determinación tan expansiva y tan incontenible como la primavera. ¡Sí, adelante!.
De modo que ni corta, ni perezosa he quitado la puerta del lavaplatos y lo he desenchufado. En la bandeja superior he colocado las obras completas de Vargas Llosa y en la de abajo las filmografías de Almodóvar y de Santiago Segura, más unas flores, unas fotos, en fin, algunos detalles personales. Ahora tendré que fregar a mano, pero nunca más vaciar el lavaplatos. Y mañana hablare con mi jefe para explicarle que no-voy-a-volver-a-escribir-sucesos-falsos-para-rellenar-huecos-en-el-periódico. Que-escribiré-relatos-eróticos. Y después hablaré con mi madre y le diré que nunca me han gustado sus lentejas, que la quiero, pero que o paella los domingos o nada. Es que es maravilloso, no es el lavaplatos sólo, es todo, ¡todo!.
¡Y me siento otra mujer, sí!. Siento que he asumido el control de mi propia vida, siendo fiel a mi deseo, reencontrándome con mi propio yo, rompiendo absurdos círculos viciosos y rutinas castradoras.
¡Vida, gozo, alegría!
... iba a comentar algo pero lo dejare para después... acaba de sonar el "chivato" de que el lavavajillas acabó... voy a vaciarlo...
ResponderEliminarFíjate que a mí el lavavajillas me produce el efecto contrario. Nunca lo lleno, nunca lo vacío, salvo en circunstancias extraordinarias y, sin embargo, le veo una enorme utilidad, encuentro que hay una compensación de esfuerzos, un equilibrio que en definitiva, hace la vida más fácil. No obstante, entiendo ese desasosiego que conduce al odio visceral. Cada uno tiene un objeto o sujeto al que dirige esos sentimientos desbocados aunque, en mi caso, afortunadamente, nunca tan extremos como para matar por ellos. Quizá, porque ya, a mi edad, me puedo permitir el lujo de elegir, de prescindir de todo lo que lo que me provoca sensaciones desagradables. Por eso, he tirado la cafetera convencional y he comprado una de capsulas, sin duda mucho más adecuada para mi estado semicomatoso a la hora del desayuno.
ResponderEliminarJa, ja, ja. Yo (que soy B) también odio vaciar el lavaplatos, y después de hacerlo nunca me alegro.
ResponderEliminarMagnífico relato, ha vuelto la Justine en estado puro, valía la pena esperar.Formidable, ameno, sorprendente, irónico.
ResponderEliminarYendo al relato:¿no ser´-as un chico operado? Yo soy capaz de hacer cualquier cosa de la casa salvo utilñizar la lavadora y el lavavajillas-prefiero a mano-.Hay incapacidades de género.
Fantástico, realmente fantástico, que maravillosa sensación la de reencontrase con uno mismo, la de volver a tomar las riendas de la vida, pero no de "la vida" en abstracto, sino la de LA VIDA que quiero vivir, no la impuesta por las circunstancias. Ahora bien, es posible que, transcurrido un determinado lapso de tiempo, desaparezca la frescura de lavar a mano y entonces, se eche de menos ese aparatillo que odiabas vaciar y, quizás, descubras el importante papel que desempeñaba la máquina que dejaba tu vajilla impoluta, perfecta, justo lista para volver a ser usada. Quien sabe...
ResponderEliminarJustine, te conozco tanto, que cuando te leo, oigo tu voz en mi cabeza, y te visualizo con todo detalle en mi mente, gesticulando, en fin, tú misma. Me encanta leerte. Por cierto, ¿donde guardas Born to run, del boss? ¿en el microondas?
ResponderEliminarYo ( que soy casi B) no tengo lavaplatos
ResponderEliminarMe ha encantado.
ResponderEliminarPero y lo guay que es fregar los platos, darle al agua caliente y escuchar como tu marido te pega un berrìo porque está en la ducha y le sale el agua fria, y que el niño te pise el agua del suelo y te la extienda por la casa recién fregada, y que el fregadero se te atasque porque no has limpiado bien la cazuela de las lentejas, y que se te escurra el vaso preferido de tu marido y se te rompa, y un largo etc... esta es la vidilla diaria a la que no quiero renunciar.
ResponderEliminarHablas de la toma de decisiones, del control de tu vida, de impulsos vitales y la gente dándole vueltas al lavaplatos...
ResponderEliminarDaimon, menos mal que me lo aclaras, no lo entendía. Pero a todo hay que poner un toque de humor, y para seguir a Justine hay que entender lo que tu ves y yo también.Gracias de todas formas por la aclaración.
ResponderEliminarCual de los anónimos habla? Por la cruz de San Andres, aquí cuento más de seis!
ResponderEliminarYa hay uno menos.
ResponderEliminarDefinitivamente este lavaplatos está roto.
ResponderEliminarJustine,no creo que el cielo quepa en el infierno.
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