domingo, 19 de junio de 2011

RETRATO

Esta noche después de la cena no tenía sueño y he preferido acompañar a Leopold en la biblioteca. El se ha acomodado en su butaca y yo me he instalado en la mesita junto a la ventana con la intención de escribir a la pobre tía Elizabeth de Oxford. He pedido una copa de coñac para mi marido y una taza de leche caliente para mí y he despedido al criado hasta mañana.


Leopold y yo no hemos tenido hijos. En los primeros años de nuestro matrimonio ésta fue una circunstancia que turbó mi ánimo sobremanera, pero no queda más remedio que aceptar lo que la vida otorga al destino de cada cual, y ése iba a ser el nuestro, no tendríamos hijos. Leopold es un hombre de carácter reservado y pocas palabras, y yo temía mucho cuál fuera su actitud ante este hecho. Pero los meses pasaban sin sobresaltos y Leopold nunca hizo mención o manifestó disgusto. Yo habría querido hablar de ello, cosa que nunca ocurrió. Así, nuestra vida transcurría, Leopold ocupado en sus pacientes y sus veladas en el club, y yo atendiendo las muchas tareas de la casa y los vaivenes de los criados. Leopold en sus cosas y yo en las mías. Esta es mi vida ahora. No es la vida de mi hermana Mary Ann casada con el embajador en Madrid, con sus fiestas y viajes y recepciones. No es la vida bohemia de Susan Brigham atribulada, enamorada y feliz en París entre artistas borrachos y geniales. Yo atiendo mi jardín y espero ansiosa el espectáculo de la primavera en los macizos de petunias. Pero aquí el cielo es gris y nadie viene nunca. Aún así, no hay tarde en que no me siente a mirar el camino desde la ventana esperando que llegue alguien. Que pase algo.


Leopold cree que no me estoy dando cuenta; finge leer su libro, pero en realidad me parece que está haciéndome un retrato. Levanta la mirada hacia mí de vez en cuando y mueve su mano casi imperceptiblemente sobre las páginas de su novela. Yo sigo con la carta de la tía Elizabeth pero temo no poder contener la risa, ¡ay!.


Hace unos años quise irme. Morir aquí y nacer en otra vida. Quise embarcar a América con otra identidad. Olvidaría a Leopold y los malditos rosales y conocería a otro hombre, apuesto y cariñoso que me llevaría de paseo por el infinito. Pero me faltó valor, o quizá amo demasiado a este hombre lento y silencioso. Ahora es tarde y ya no es mi deseo marcharme. A veces en el coche, camino de la ciudad Leopold me toma la mano y me la aprieta mientras yo le cuento mis cosas. Mira por la ventanilla y me aprieta la mano. A mí me basta. A veces necesito un abrazo pero él no sabe abrazar de otra manera y a mí me basta así.


Han pasado los años y aunque él no sabe de mis lloros ni yo de sus cuitas, Leopold y yo nos nos amamos. Yo amo a Leopold, y lo sé porque me gusta arreglarle el sombrero cada mañana cuando se marcha. Y sé que Leopold me ama a mí, porque a pesar de que no me he desvestido después de la cena, ha venido a enseñarme el retrato con una sonrisa traviesa y me ha dibujado en camisón con un hombro al descubierto y con un ramillete de flores silvestres en la mano desnuda.

6 comentarios:

  1. ¿Pero le has dicho a Leopold en alguna ocasión que le quieres? ¿Crees que él te quiere?

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  2. No hay nada peor que la soledad en compañía.Me ha encantado.

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  3. Señora a punto de tener una crisis aguda a lo madame Bovary,con mayor tendencia a una vida conservadora con ensoñaciones que a otra agitada que le provoca inestabilidad y sentimiento de culpa.Estaría bien como comienzo de una corta novela en que se exploren ambas posibilidades.Es un eterno dilema femenico.

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