Aunque clarea, todavía no ha salido el sol. Un vehículo todo terreno abandona una carretera comarcal y asciende por un camino estrecho hasta la mitad de la falda de un monte, se detiene en una explanada delante de una verja metálica y baja un muchacho de unos veinte años, despeinado y perezoso que saca del maletero varias barras de hielo. En un par de viajes lleva todo el hielo al otro lado de la verja y lo deposita sobre una mesa alargada situada delante de una pequeña casa de muros blancos. Con unos golpes de martillo rompe las barras de hielo en pedazos más pequeños y los reparte en los cuatro barreños que alguien ha dejado pegados a la pared. Terminada la operación, se retira el pelo de la cara y se dirige a la casa bostezando. En ese momento sale por la puerta una mujer de mediana edad que se cruza con él y le dice -Manuel, vaya horitas, hijo-, el muchacho gruñe algo y desaparece en el interior.
Amanece un día despejado de principio de verano. La mujer trajina delante de la casa; a su derecha, una higuera frondosa y aromática, cuajada de brevas, empieza a dar sombra a gran parte del patio. Por la puerta aparece un anciano encorvado que da los buenos días a la mujer y sale hasta la explanada desde donde ahora se divisa una amplia extensión del valle de Alcudia. En ese pequeño llano muere el camino que viene de la carretera y nacen a su vez un par de senderos pedregosos que se pierden en el monte entre encinas y matorral. La mujer sigue trabajando y prende unos troncos en una parrilla de obra que hay a la izquierda de la casa, después agarra una escoba y se pone a barrer el patio.
Con el sol ya en lo alto, el sonido de un claxon rompe el rumor de pajarillos y cigarras y la mujer se incorpora a mirar. Por el camino sube un coche azul oscuro que va dejando detrás una nube de polvo amarillo y seco.
-¡Padre, ya empiezan a llegar!
El abuelo está ahora en una pequeña huerta al lado patio, deja lo que está haciendo y se acerca a la mujer que ríe nerviosa. Se para el coche y sale una pareja joven y tres niños pequeños.
-¡Hermano, qué tempranito!, estás más gordo. ¡Hija, Mari, me lo estás poniendo cebón!,
-Uy, Carmen, no me hables.
-¡calla, niña, no me jodas de buena mañana!
Los recién llegados abrazan y besan a la mujer y al viejo y se dirigen al patio.
-Sois los primeros-, dice Carmen, -pero no creo que tarden los demás. Este año nos juntamos todos-.
-¿Y todas?-, pregunta Mari.
-Mari....-, murmuró el marido.
A Carmen se le cae la sonrisa, pero se repone rápidamente
-Ay, cuñá, sí. A ver si pasamos un día bueno, que ya ha pasado tiempo- .
-Nada, nada, yo no digo nada...zanja Mari.
Los niños se abrazan al viejo, -¡abuelo, llévanos a ver el jabalí!- y el abuelo se los lleva adentro a través de una cortina gruesa que franquea la entrada detrás de la puerta. Dentro, está oscuro y en silencio, y los niños se agarran al viejo hasta que él abre la hoja de una contraventana y se hace la luz. La estancia es amplia y está muy limpia y muy fresca. Los muebles son sencillos y hay varios trofeos de caza disecados a la vista: una perdiz, un gato montés y hasta un pequeño zorro sobre un aparador antiguo. Pero lo que capta inmediatamente la atención del que entra es la cabeza enorme de un jabalí colgada sobre la chimenea en el muro frontal, con los ojos brillantes y unos relucientes colmillos apuntando al techo. La cabeza muerta con los ojos abiertos, la penumbra y el silencio. Los niños miran al jabalí desde abajo sobrecogidos.
-¡Abuelo cuéntanos otra vez cuando cazaste al jabalí!- le piden los pequeños, pero en ese instante se escucha otro claxon a lo lejos y Carmen grita -¡Ya vienen los de Bilbao!-, y los niños salen corriendo de la casa.
En una hora se repite la escena una y otra vez hasta que un total de ocho coches, más el todo terreno, ocupan entera la explanada. En cada uno de ellos llega un hermano o hermana de Carmen con su pareja y uno, varios niños. Así, a media mañana, un numeroso grupo humano ocupa caóticamente los alrededores de la casa. Los niños se dispersan por el campo y los adultos entran y salen, sacan bultos de los maleteros de los coches y poco a poco se van acomodando bajo la sombra de la higuera, al amparo de los barreños que ahora están enfriando bebidas. Hablan, se contemplan, y se abrazan unos a otros. Carmen saca de la casa un par de fuentes con chuletas y agarra a una de sus hermanas del brazo -¡Paula, venga, vente conmigo a la parrilla!-. La hermana la acompaña un poco desganada y Carmen le pregunta,
-¿Cómo vais, Paula?,
-Pues regular, Carmen. Regular. Y desde que me he bajado del coche, yo fatal, descompuesta. No no la puedo ni mirar...
-Eso no puede ser. Hace ya dos años, Paula- le contesta Carmen, pero ella no la escucha, mira fijamente a las brasas con los ojos inundados de lágrimas, y siguie hablando.
-Lo tengo todo vivo en la retina. Cierro los ojos y parece que estoy allí, y se me viene el mismo dolor, la misma rabia y el dolor de la niña. Sé lo que me vas a decir, Carmen, que se habló, que se resolvió, que le dimos muchas vueltas y que supimos lo que queríamos. Todo eso lo sé, pero esto es algo que puede conmigo...Y no sé qué hacemos aquí...creo que no debimos venir... Pablo me dijo que a él no le importaba faltar esta vez, que si yo no iba a estar cómoda no viniéramos, que él mismo no se sentía con ánimo. Pero yo pensé que algún día tenía que ser. Y aquí estamos...y mira, cada uno en una punta…
Paula se queda callada moviendo las chuletas en la parrilla y Carmen espera un poco antes de seguir,
-¿Y la niña?
-Paulita regular. Tiene sólo once años, Carmen… y hace dos, nueve,… y lo vio todo. Desde entonces está muy retraída y no se separa de su padre ni de día ni de noche.
-¡Ay madre mía!-, suspira Carmen. Y ahí termina la conversación porque algunos empiezan a preguntar por la carne.
Mientras tanto, el abuelo se ha sentado al lado de la higuera y se entretiene haciendo dibujos en el suelo con un palo. Ha saludado a todo el que iba llegando pero no se mezcla ni se queda con nadie. Allí está, apartado y con el gesto huraño.
-¡Abuelo, véngase aquí con los hombres!-, le dice uno de los cuñados, pero él lo mira fijamente sin dejar de mover el palito y no le contesta ni se mueve de su silla. Hace un rato que se ha dado cuenta de que una de las niñas no está jugando con los otros, que está al lado de su padre, con los mayores, y la mira de reojo de cuando en cuando. Al final se acerca a la niña y le dice, -Paulita, vente conmigo a la charca, a ver si vemos culebras-. A la niña se le encienden los ojos y se va de la mano con el abuelo. Y por el camino se van encontrando primos, unos cogiendo moras, otros subiéndose a los árboles y los más mayores sentados en círculo contándose sus cosas.
No hace calor esa mañana y el ambiente en el patio es alegre. Hay varios corrillos de hermanos y cuñados animados de risas y cerveza que hacen turnos en las brasas y hablan de fútbol, del trabajo y de política. Las mujeres están más atareadas, andan parloteando, poniendo la mesa y preparando aperitivos, y de vez en cuando se acercan a los grupos de los hombres y bromean con ellos. Carmen parece contenta y está pendiente de que no falte nada y de que todo el mundo esté a gusto. Y aunque no es la hermana mayor aglutina bien en la reunión, pero desde que ha hablado con su hermana Paula está seria y no deja de observar a unos y otros. En un momento se da cuenta de que una de las cuñadas está sola, paseándose entre las matas de pepinos y tomates de la huerta y se apresura a llamarla, -¡Nuria, échame una mano con el pan!.
Y así va transcurriendo la mañana y se hace la hora de comer. Aún no han avisado a los niños pero ellos están empezando a llegar y van picoteando con hambre de los aperitivos que esperan en la mesa. Carmen pide a uno de los hombres que vaya a buscar a los que faltan. En estas, el abuelo y Paulita ya suben por el sendero de la charca. La niña trae una botella pequeña de cristal llena de saltamontes vivos, viene saltando contenta y canturreando de la mano del viejo que canta con ella y se ríe.
Al atravesar la verja y entrar en el patio, la niña busca con los ojos a su padre y no lo ve, a continuación a su madre y tampoco la ve, y se inquieta -¡Abuelo!-, y le pregunta -¿Dónde está la tía Nuria?-, dejando caer la botella. Al abuelo se le desencaja el gesto y abraza con fuerza a su nieta, -¡ven aquí, cariño mío!. Y esa escena se convierte en el centro de todas las miradas inmediatamente. Mari susurra para sus adentros -verás...-.
En ese mismo instante se escucha el ruido seco de un disparo dentro de la casa y, apenas sin pausa, otro. Un segundo en el que todos se quedan paralizados y un chillido de Paulita desgarra el mediodía. Y entonces, la gruesa cortina oscura de la puerta se mueve y aparece Manuel, el hijo de Carmen, en calzoncillos y descalzo, con los ojos desorbitados y exclama -¡Los ha matao!, ¡a los dos!.
Querida Justine
ResponderEliminarMe gusta muchísimo el relato. Que sencillo. Que dramático. Que castellano.
¿Cuanto te conozco? Creo que 25 años. Me sigues sorprendiendo.
Te disfruto, Justine. Cada día que te tengo, en persona, en palabras, o en recuerdos, te disfruto.
Super bien ambientado, quitando el dramático final, estas situaciones o muy parecidas las hemos vivido juntas.
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