

Con las vacaciones florecen toda clase de expectativas de mejora aunque nosotros lo íbamos a tener difícil por mi trabajo. Pero eso en junio no importaba, lo urgente era cambiar. Los ciclos son buenos. La vida sin ciclos sería una espiral, casi siempre hacia el infierno. Por eso los cambios de estación son buenos, porque abren un paréntesis que te hace saltar de la espiral. Te gustó el perfume. Me lo probé contigo y asentiste apretando los labios. Y eso me reconfortó. Ese gesto me llegó como una garantía de eternidad. Aunque supongo que yo necesitaba esa garantía, y a fuerza de buscarla la encontré. Da igual. El perfume te gustó mucho. Más de una vez te encontré con el frasco en la mano en el cuarto de baño. Es muy bueno, decías.
Volver a casa después del primer viaje fue un estupendo respiro. Salimos a cenar, a bailar y charlamos. Yo te había echado de menos y para mí fue más que un reencuentro. En aquella ocasión cada mirada mía era una pregunta y yo recibía cada gesto tuyo como una respuesta. Las cosas no iban tan mal. Me di cuenta de que el perfume te seguía gustando. Yo salía de viaje y tú decías que la fragancia se quedaba retenida en las sábanas y que tus sueños eran felices. Y eso parecía. A veces, cuando volvía a casa muy tarde, te encontraba dormido abrazado a la almohada. Pero poco a poco tuve que admitir que a mí ya no me abrazabas igual. Definitivamente, había una grieta en el bote del náufrago.
El verano avanzaba y el frasco de perfume se iba terminando. El calor iba siendo cada vez más ligero y nuestro fracaso cada vez más evidente. El verano iba a ser una oportunidad en junio, pero había llegado septiembre y la esperanza se había esfumado. Cuando se abre una grieta en el bote, el náufrago se pone a achicar con las manos desesperadamente. Si la grieta crece, el náufrago extenuado pinta una imagen patética, hundido hasta la cintura en un bote que se hunde y achicando el mar. Esa era yo. Pero tú seguías jugueteando por las mañanas con el frasco mientras te cepillabas los dientes. Con mi perfume, conmigo, ya nunca más. Lloré mucho a escondidas.
Para celebrar mi último viaje, qué ironía, invitamos a cenar a Carol y Enrique. Antes de suicidarme vi cómo ella te guiñaba un ojo, y al saludarla me di cuenta que llevaba mi perfume.
Yo nunca me lo había puesto desde que lo probé contigo. Me lo olvidé en casa en mi primer viaje y cuando me di cuenta de que alguien lo estaba usando no pude volver a ponérmelo. ¿Era necesario todo esto?