A la niña la despierta su madre todos los días para ir al colegio. Esa mañana no. Son unos gritos terribles de animal los que le hacen abrir los ojos. Quieta, abre los ojos pero no respira. Qué miedo.
Su prima, que ha dormido con ella, la remueve de un codazo.
- Levántate rápido, que ya están matando.
Han dormido en una vieja cama de pueblo, hundidas en el colchón de lana, pegadas la una a la otra y aplastadas bajo una montaña de cobertores, mantas y colchas centenarias que huelen a humo y a naftalina.
Qué frío hace en esa casa, a mediados de Noviembre, todos los años. La muchachita no se atreve a levantarse sólo de pensar en el frío que hace fuera de esa cama manchega. Abre la boca y se distrae exhalando vaho despacito, con la nariz congelada y las manos metidas en las mangas del pijama. Pero la prima no espera, ya está vestida y en el cuarto de baño. Y la niña no quiere bajar sola. Le da vergüenza, todas esas mujeres, a las que casi no conoce, besuqueándola, mirándola lo grande que está este año, con esas manos bastas y con ese luto vivo de las mujeres de pueblo. Uf, no le gusta, no. Así que pega un brinco y sale de la cama.
Bajan las dos niñas a la cocina de la lumbre y se encuentran la mesa larga llena de primos, unos empezando a desayunar, otros terminando, la tía Encarna poniendo y quitando platos, dando besos, llenando tazones de leche de la de verdad. Cómo huele la cocina.
Aunque la tía Encarna son seis de familia, y los dos novios de las muchachas, ocho, la casa es muy grande, está llena de camas y de sillas, y las ollas y las sartenes son gigantes. Esa casa está siempre llena de gente, y todos los años, para San Martín, es una fiesta. La tía Encarna mata cuatro o cinco guarros y el pueblo entero se mete en su casa a trabajar y a comer. Este año falta

la Sagrario, que murió hace unos meses. Esa mujer era el alma del embutido en todas las matanzas del pueblo. Medía las especias a puñados. La tía Encarna ha dicho en el desayuno que veremos a ver este año con los chorizos sin la Sagrario. La niña se acuerda perfectamente de ella, arremangada hasta los codos, de rodillas en el suelo, mezclando las especias en la carne de la artesa con sus propias manos. El Emilio, el pobre viudo, no levanta cabeza. No tenían hijos y se ha quedado más solo que la una. Por allí andaba con los hombres, serio, apartado, mal vestido y sin afeitar.
Los muchachos de la casa y del pueblo, y los primos que han venido de fuera desayunan corriendo y se dispersan por la casa y por las calles. Los más mayorcitos se esconden a fumar. Los pequeños se bajan a la cerca a ver a los animales, a buscar huevos, se acercan con cuidado a las enormes y peligrosísimas calderas humeantes donde se cuece la cebolla para las morcillas. Las niñas ayudan a las mujeres a recoger y a preparar para el embutido. La niña de la ciudad es torpe con esas cosas y las primas del pueblo que son un poco brujas se ríen siempre de ella, así que se escabulle y se acerca sigilosa a la casa del abuelo, al otro lado de la calle, donde los hombres están matando al tercer marrano. Se cuela por el corral y se asoma a un cuarto grande de aperos, donde se mata. El guarro es descomunal. Lo sujetan entre cinco, acostado de lado en una mesa de madera, el animal se retuerce y chilla de un modo tan horrendo que a la niña se le eriza la piel. Los hombres no parecen inmutarse por eso y uno de ellos, el matarife, le clava un cuchillo espantoso en el cuello y empieza a brotar sangre oscura y caliente de la cabeza del animal que se recoge en un cubo de aluminio que hay en el suelo.
La niña ve que su padre está entre los hombres. Pero él no es como ellos. No está tan gordo, ni es tan bruto, ni fuma, ni lleva un jersey viejo. Lo mira escondida desde detrás del quicio de la puerta. El padre la ve y le sonríe. Qué guapo es su padre, piensa ella. Él no está sujetando al guarro, está en la escena, pero apartado, mirando, como ella.
De pronto, la niña oye …chsss, chsss… desde el corral y se da la vuelta. Es el Emilio, que está detrás de una tinaja. ….Niña, ven, ven aquí… ven mira, mira qué pajarito tengo…La niña se acerca despacio, con un poco de miedo. Y allí está el Emilio, con los pantalones abiertos y esa cosa oscura en las manos sucias. De pronto, aparece el padre de la muchachita, coge una pala que hay apoyada en la pared y con una la fuerza que procede del instinto, de lo más atávico, del big bang, loco, el padre golpea al Emilio en la cabeza, que cae al suelo sin sentido.