miércoles, 22 de diciembre de 2010

EL DESPACHO

Las mañanas de noviembre son las mejores. Por fin se abre el día con el cielo cerrado. Ha sido demasiado tiempo con ese cielo incandescente, y las personas con alma ya van necesitando arroparse con nubes altas. Marina taconea ágil por el bulevar camino del trabajo ajustándose al cuello las solapas de la chaqueta. Lleva poco tiempo en su nuevo empleo como segunda secretaria del director general de una gran empresa de servicios.

La firma ha crecido mucho en los últimos años. Don Fulgencio es un hombre vivo, activo y trabajador y Elena ha venido siendo sus pies y sus manos desde que era casi una niña, hace casi veinte años. Pero ya son muchos clientes, son muchas transacciones, reuniones, viajes. Hacía falta una mano izquierda y Don Fulgencio contrató a la cuñada de un buen amigo suyo del pueblo que se había quedado en paro hacía unos meses.

La luz del día ya no insulta y eso está bien. La gente anda viva por la calle. Marina llega muy temprano y coincide con Elena en el ascensor. Las fragancias frescas de la mañana, los maquillajes ligeros y la elegancia discreta y ligeramente informal de dos mujeres jóvenes que acaban de pulsar el botón de la planta noble, pero que no ocupan un gran despacho sino su antesala.

Elena dobla su fular y lo cuelga en la percha, se quita la chaqueta y la cuelga encima, agarra el bolso y lo guarda en el cajón inferior de su escritorio. Se deja caer en el sillón giratorio con un suspiro y dice…mmm...voy a ver qué hace mi madre. Marina la está mirando con cierta perplejidad cariñosa, y piensa…ay Dios mío, todos los días igual. Lo siguiente es anotar una receta de cocina que le dictará su madre. Después de colgar se quedará leyendo la nota y le dirá a Marina…esto está buenísimo ¿sabes?. Esta noche lo hago. Y lo hace, y al día siguiente se lo cuenta.

Marina se había incorporado a un trabajo que necesitaba pero del que no sabía nada. Y no tenía ganas. Tenía que hacer un esfuerzo. Elena la acogió con mucho afecto. La cuidó. Le habló de los grandes clientes, de la historia de la empresa, de las rutinas de don Fulgencio, de lo que quería a su familia, de cuánto necesitaba que le ayudaran a ordenarse. “Su señora en su casa, Marina, y aquí, nosotras. Es un niño grande”.

Marina la miraba fascinada, la escuchaba embobada porque Elena era todo cariño, mimo y orden. La armonía reinaba en todos los ámbitos de atención de don Fulgencio: en el despacho, en la mesa, en la agenda. Marina cayó en la cuenta de que en los pocos días que llevaba en el despacho de don Fulgencio nunca había sentido que hiciera fresco, ni calor. Nunca sintió que la luz fuera demasiado intensa o la afluencia de las visitas desordenada. Y todo eso era Elena. Esa mujer. La miraba hablar con su boca pintada de rosa, su melena rubia de flequillo recto, sus uñas tan cuidaditas, tan discretas, sus salones negros de medio tacón en esos pies tan monos. Ay qué chica tan linda, pensaba Marina. Y la quería.

A los dos o tres días de llegar, Marina supo que ese trabajo no era para ella. Elena la apoyaba mucho, pero no conseguía acordarse de esos detalles…la chaqueta de don Fulgencio … los minutos de pausa después de despachar, no más de dos llamadas seguidas…Vaya coñazo, y vaya leche. Elena era perfecta para eso, y Marina supo en seguida que ella no, que no.

Un día, don Fulgencio la reprendió cariñosamente..Marinita, no me cites más a Fuertes y Robledo uno detrás del otro, que sabes que no se hablan y se me joden los convenios cada vez que coinciden aquí…aaaanda, estáte atenta. Y Marinita se tuvo que reír. Como no se iba a reír. No era lo suyo, pero había que ganarse la vida y tenía que estar allí así que se lo tomó en serio y decidió situarse a disposición de Elena para ayudar más que estorbar. Y Elena le decía….tú eres tonta, que eres tonta, que no te retraigas, que tú vales mucho lo único es que eres despistada, que lo que tienes que hacer es prestar atención y dejarte de mensajitos. ¿Qué es eso de a mis órdenes ni a mis órdenes?, ¡que no!.

Y así estaban, Elena con su fular en la percha y su cutis perfecto cada mañana, Marina con las ojeras de quedarse hasta las tantas viendo pelis, y don Fulgencio con sus idas y venidas y con el almax.

Una mañana temprano se reunieron don Fulgencio y su hermano menor en el despacho a raíz de un problema familiar de orden económico. Las dos chicas lo sabían pero se mantuvieron discretas: el café, no entra ni una llamada y a esperar. Se oían voces, y golpes sordos de los puñetazos de don Fulgencio sobre la mesa. Y ellas sobrecogidas y sin decirse ni pío. Al poco, salió el hermano del despacho dando un portazo y se marchó muy airado con los ojos fijos en la moqueta. Un minuto después se asomó don Fulgencio despeinado y en mangas de camisa…¡Elena, márcame a ese insensato, que se va a enterar!.

- Espérese don Fulgencio, espérese un rato.

Don Fulgencio y Elena se giraron atónitos hacia Marina

- ¿Qué dices muchacha?
- Perdóneme usted….pero espérese. Es su hermano. Déjelo usted que lo odie un rato, que lo mate en su cabeza. Mátelo usted también a él y tómese un café con un bollo. Y luego lo llama.

Y don Fulgencio se le quedó mirando unos segundos, con los ojos entornados y sin moverse del quicio de la puerta.

- No marques Elena, espérate.

Y se metió en el despacho otra vez.

Y afuera se oyó un bramido salido de las entrañas de la tierra….

¡¡ Hija de putaaa !!
Foto: José Luis Nocito

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