Se ha programado un espectáculo de diez minutos que dejará al público sin aliento. Una explosión inicial invoca el silencio y se despliega una suave fachada de lentejuelas doradas, para ir animándose la fiesta después, ganado ritmo y colorido progresivamente. Todos miran al cielo. Arranca una primera sección del castillo compuesta por carcasas con troncos de rayos y truenos, lanzadas en forma de semiabanicos. El público contiene la respiración. Los niños se agarran a las faldas de sus madres. A continuación se enciende una serie de volcanes de colores, susurrados de derecha a izquierda que abren de par en par el cielo de la ciudad en una bella estampa deslumbrante y fugaz. Ohhhh!. Las figuras se suceden alternando cohetes con abanicos, con crossettes y farfalles. Miles de puntos brillantes sembrados en la noche atrapando mudos a los espectadores. Tras unos segundos de silencio, humo, oscuridad e incertidumbre resurge un impresionante grupo de piochas multicolores con decenas de cohetes y a la vez una ruidosa traca ametralladora, antesala de un gran golpe de roncadoras. Se encogen los corazones. Pausa. Y apoteósico trueno final. ¡Pum!. Silencio. Aplausos…
La muchacha espera en el andén. Faltan diez minutos. Ella sabe que va a buscar la cara de él detras de las ventanillas antes de que el tren se detenga. Y la buscará ansiosamente entre los pasajeros que vayan saliendo a la vez de todos los vagones. Nota cómo se le acelera el corazón. Sabe que se les abrirá el pecho cuando se vean y que arrancarán en una carrera de obstáculos hasta abrazarse. Traga saliva. Ya está oscuro. Cierra los ojos y ve cómo se besarán, se olerán, se tocarán la cara. No llega el tren, no llega. Ve el brillo saltarín en los ojos de él y ve cómo la va a agarrar de la mano y la va a llevar corriendo, sorteando viajeros hasta la parada de taxis. La gente que espera en el andén empieza a mirar de vez en cuando al reloj de la fachada y pasea inquieta de arriba abajo. La muchacha siente ya sus labios, la luz de un precioso mediodía de primavera en mitad de la noche. No van a dormir, van a construir miles de castillos en el aire, van a comer chocolate. La megafonía anuncia por fin la llegada de su tren. Otro suspiro. Y otro. No aguanta. No existe nada más y no va a existir nada más, nunca. Este momento es un punto infinito. Se oye un silbato lejano y al girarse ve una luz al final del andén. ¡Ya está aquí!. ¡Ya!.
Él no ha dormido nada y desde hace un rato la está escuchando moverse por la casa. Necesita levantarse, pero es una sombra y ella sigue haciendo, sin verlo. Él mira las manos de ella y se le encoge el corazón. Son las mismas manos. Dios mío. No. Cómo puede ser. Hay dos maletas en el pasillo. Nuestras maletas. No necesita más. Con ellas fuimos a Viena, a Menorca, a Zamora. Con una de ellas yo venía a verla todos los fines de semana desde Tarragona. La maleta saltaba del tren y corría a buscarla sola por el andén. ¡Se va!. Ella pasa un momento a la habitación del bebé y sale con lágrimas en la cara, pero sigue haciendo. Busca algo en su bolso en la penumbra del pasillo. No habla. Él anda detrás de ella, despacio, como un zombie, con los ojos desorbitados sin poder decir nada tampoco. Es muy temprano. Todavía no es de día. Ella sale del cuarto de baño perfumada. Se ha perfumado. ¿Dios mío me vas a dejar aquí tu olor, vivo?. Me muero. Y se va. Saca sus llaves del bolso y las deja encima del mueble de la entrada. Agarra sus dos maletas y sale sin mirar atrás. ¡Se ha ido, se va!. El va corriendo hacia la ventana y la ve desaparecer en el coche. Se oye el llanto del bebé dentro. ¡Se ha ido!, ¡no veo!, ¡no puedo respirar!. Abre la ventana pero no entra luz ni aire. Se ahoga.
La muchacha espera en el andén. Faltan diez minutos. Ella sabe que va a buscar la cara de él detras de las ventanillas antes de que el tren se detenga. Y la buscará ansiosamente entre los pasajeros que vayan saliendo a la vez de todos los vagones. Nota cómo se le acelera el corazón. Sabe que se les abrirá el pecho cuando se vean y que arrancarán en una carrera de obstáculos hasta abrazarse. Traga saliva. Ya está oscuro. Cierra los ojos y ve cómo se besarán, se olerán, se tocarán la cara. No llega el tren, no llega. Ve el brillo saltarín en los ojos de él y ve cómo la va a agarrar de la mano y la va a llevar corriendo, sorteando viajeros hasta la parada de taxis. La gente que espera en el andén empieza a mirar de vez en cuando al reloj de la fachada y pasea inquieta de arriba abajo. La muchacha siente ya sus labios, la luz de un precioso mediodía de primavera en mitad de la noche. No van a dormir, van a construir miles de castillos en el aire, van a comer chocolate. La megafonía anuncia por fin la llegada de su tren. Otro suspiro. Y otro. No aguanta. No existe nada más y no va a existir nada más, nunca. Este momento es un punto infinito. Se oye un silbato lejano y al girarse ve una luz al final del andén. ¡Ya está aquí!. ¡Ya!.
Él no ha dormido nada y desde hace un rato la está escuchando moverse por la casa. Necesita levantarse, pero es una sombra y ella sigue haciendo, sin verlo. Él mira las manos de ella y se le encoge el corazón. Son las mismas manos. Dios mío. No. Cómo puede ser. Hay dos maletas en el pasillo. Nuestras maletas. No necesita más. Con ellas fuimos a Viena, a Menorca, a Zamora. Con una de ellas yo venía a verla todos los fines de semana desde Tarragona. La maleta saltaba del tren y corría a buscarla sola por el andén. ¡Se va!. Ella pasa un momento a la habitación del bebé y sale con lágrimas en la cara, pero sigue haciendo. Busca algo en su bolso en la penumbra del pasillo. No habla. Él anda detrás de ella, despacio, como un zombie, con los ojos desorbitados sin poder decir nada tampoco. Es muy temprano. Todavía no es de día. Ella sale del cuarto de baño perfumada. Se ha perfumado. ¿Dios mío me vas a dejar aquí tu olor, vivo?. Me muero. Y se va. Saca sus llaves del bolso y las deja encima del mueble de la entrada. Agarra sus dos maletas y sale sin mirar atrás. ¡Se ha ido, se va!. El va corriendo hacia la ventana y la ve desaparecer en el coche. Se oye el llanto del bebé dentro. ¡Se ha ido!, ¡no veo!, ¡no puedo respirar!. Abre la ventana pero no entra luz ni aire. Se ahoga.
Eso es que lo ha dejado,¿no?
ResponderEliminarMi primer Congreso internacional lo tuve en México. Uno de los congresistas españoles llegó a un grupo en el que estaba yo, diciendo:"¿Han visto a mi esposa? ¡Se me ha perdido! Y saltó uno de los mejicanos:
ResponderEliminar- Pos qué bueno ¿no?
Transgredire es vivire, ¿eh?
ResponderEliminarAdán, cuéntanos algo más acerca de ese mejicano, cuéntanos...
Me ha encantado, no puedo decir más… me hace pensar en la ilusión de un niño esperando a que comiencen esos fuegos artificiales y, personalmente, me ha hecho recordar esa sensación de tener mariposas en el estómago cuando esperas a esa chica que te gusta. Pero ¿por qué se va?
ResponderEliminarMe da la impresión de que a la segunda parte del relato la separa del primero una cosa llamada convivencia de pareja ; que la traca final significa:"la española cuando deja/ es que deja de verdad/ y a ninguna le interesa/ dejar por frivolidad".Los fuegos artificiales son artificiales, efímeros como las ilusiones de jóvenes encandiladas.La crueldad del bebé llorando en la cuna, sin mamá es otra forma de castigar al esposo bobo que no le hizo suficiente caso a la madame BOVARY del relato.
ResponderEliminarNo sé encajar las piezas del relato, ni buscar las conexiones entre las historias y los personajes, pero, ¡qué más da!
ResponderEliminarHe disfrutado cada línea y he visto parte de mí, real o figuradamente, en todo lo que ocurría.
Conmover al lector y agitar su alma es el mayor logro de un(a) escritor(a). Conmigo lo ha hecho de pleno.