A Pedro Fresneda no le hace ninguna gracia el rollo del autobús, ni el del instituto, en realidad. Pero ahí está, en la parada, recién salido de clase con su carpeta mugrienta sus vaqueros sucios y su cazadora gastada. Está esperando el dos, que lo llevará a su casa. Al lado su colega, el Marro, con los auriculares puestos y tecleando frenéticamente en su reproductor de música con el pulgar de la zurda. Están sentados en un banco estrecho con la espalda apoyada en el cristal de la marquesina. Con esas pocas ganas que parece que tienen los adolescentes. Al otro lado de la calle una pequeña plaza con un árbol milenario en el centro. Dan a la plaza una farmacia, un restaurante y en la esquina una floristería.
El dos no llega y los dos muchachos siguen allí, inmóviles. Lo que pasa por sus cabezas no se traduce en movimiento alguno. Pedro mirando al frente con un mechón grasiento estropeándole el campo de visión, y el Marro tecleando con la cabeza hundida en el cuerpo. Sale de la floristería un empleado que deja en la puerta un enorme cubo con restos de plantas y flores. Pedro murmura “será gilipollas”.
Y en ese momento aparece un hombre joven de la puerta del restaurante, de unos cuarenta años, con un traje de chaqueta azul marino y una corbata naranja. Sale con el móvil en la mano, marca un número y espera. Pocos segundos, en seguida sonríe abiertamente y se lleva la mano derecha a la nuca, y empieza a hablar. Habla animadamente, de vez en cuando se ríe y acompaña la risa con gestos, se inclina hacia delante, se rasca el cogote, se arregla la corbata. Está contento.
Pedro lo está viendo, le da un codazo al Marro y le dice “será gilipollas el tío”. El Marro, ni caso.
El tipo sigue hablando por teléfono y moviéndose por la plaza. Se acerca al cubo de basura de la floristería y toma una rosa pequeña y medio deshojada y se la da a una estudiante que pasa por allí con un guiño. Ella la coge y se la lleva riéndose. Desde el mostrador de la farmacia el mancebo lo ve como empieza a caminar, un pie tras otro, por el bordillo que rodea al árbol de la plaza con el móvil en la izquierda y equilibrándose con la derecha. Se queda mirándolo entretenido y le devuelve un saludo cuando el hombre pasa por la puerta de la farmacia en su ruta circular y le sonríe.
Hace una buena tarde. No hace calor y es agradable mirar al hombre contento. La alegría ajena anima mucho, o entretiene, o da envidia, sí. El Marro ha dejado de teclear su maquinita y también lo está mirando. Pedro hasta sacude la cabeza para quitarse el pelo de delante de los ojos. Y ya son cuatro: los dos muchachos, que ahora miran como si acabaran de salir de la adolescencia malhumorada, el mancebo de la farmacia y el empleado de la floristería que incluso ha salido a la puerta y se ha encendido un cigarrillo.
El hombre se gira hacia la esquina, cuelga el teléfono y se lo guarda en el bolsillo de la chaqueta. En seguida aparece otro hombre joven trajeado. Los dos se acercan rápidamente, se dan la mano, se abrazan, se miran de arriba abajo, se ríen a carcajadas, charlan y se dirigen despacio hacia el restaurante. En el corto trecho se paran varias veces, se miran y se ríen.
Los cuatro mirones tienen una sonrisa pánfila de la que no son conscientes. Se dan cuenta cuando los dos hombres desaparecen por la puerta del restaurante y notan cómo se les relaja la cara poco a poco.
No sé si soy el hombre contento o Pedro Fresneda.
El dos no llega y los dos muchachos siguen allí, inmóviles. Lo que pasa por sus cabezas no se traduce en movimiento alguno. Pedro mirando al frente con un mechón grasiento estropeándole el campo de visión, y el Marro tecleando con la cabeza hundida en el cuerpo. Sale de la floristería un empleado que deja en la puerta un enorme cubo con restos de plantas y flores. Pedro murmura “será gilipollas”.
Y en ese momento aparece un hombre joven de la puerta del restaurante, de unos cuarenta años, con un traje de chaqueta azul marino y una corbata naranja. Sale con el móvil en la mano, marca un número y espera. Pocos segundos, en seguida sonríe abiertamente y se lleva la mano derecha a la nuca, y empieza a hablar. Habla animadamente, de vez en cuando se ríe y acompaña la risa con gestos, se inclina hacia delante, se rasca el cogote, se arregla la corbata. Está contento.
Pedro lo está viendo, le da un codazo al Marro y le dice “será gilipollas el tío”. El Marro, ni caso.
El tipo sigue hablando por teléfono y moviéndose por la plaza. Se acerca al cubo de basura de la floristería y toma una rosa pequeña y medio deshojada y se la da a una estudiante que pasa por allí con un guiño. Ella la coge y se la lleva riéndose. Desde el mostrador de la farmacia el mancebo lo ve como empieza a caminar, un pie tras otro, por el bordillo que rodea al árbol de la plaza con el móvil en la izquierda y equilibrándose con la derecha. Se queda mirándolo entretenido y le devuelve un saludo cuando el hombre pasa por la puerta de la farmacia en su ruta circular y le sonríe.
Hace una buena tarde. No hace calor y es agradable mirar al hombre contento. La alegría ajena anima mucho, o entretiene, o da envidia, sí. El Marro ha dejado de teclear su maquinita y también lo está mirando. Pedro hasta sacude la cabeza para quitarse el pelo de delante de los ojos. Y ya son cuatro: los dos muchachos, que ahora miran como si acabaran de salir de la adolescencia malhumorada, el mancebo de la farmacia y el empleado de la floristería que incluso ha salido a la puerta y se ha encendido un cigarrillo.
El hombre se gira hacia la esquina, cuelga el teléfono y se lo guarda en el bolsillo de la chaqueta. En seguida aparece otro hombre joven trajeado. Los dos se acercan rápidamente, se dan la mano, se abrazan, se miran de arriba abajo, se ríen a carcajadas, charlan y se dirigen despacio hacia el restaurante. En el corto trecho se paran varias veces, se miran y se ríen.
Los cuatro mirones tienen una sonrisa pánfila de la que no son conscientes. Se dan cuenta cuando los dos hombres desaparecen por la puerta del restaurante y notan cómo se les relaja la cara poco a poco.
No sé si soy el hombre contento o Pedro Fresneda.
Me gusta. Un poco de luz..
ResponderEliminarAna G
Gracias Ana G
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